11 de agosto de 2022
Por: Arleison Arcos Rivas
Ha terminado el patético gobierno de Iván Duque y, luego de los resultados electorales, la derecha va a la oposición. Un gobierno de izquierdas, conquistado por fuera del bloque hegemónico bicentenario, ha llegado a la Casa de Nariño reiterando que procesos alternativos pueden acceder al poder político sin que necesariamente respondan a acumulados económicos tradicionales, al copamiento del aparato militar o incluso a procesos de revuelta. Aunque no es la primera administración con tales características en Afrolatinoamerica, sí constituye un episodio inusitado en la historiografía colombiana, que registra un férreo agotamiento de las salidas políticas alternativas por la vía de la contienda al “enemigo interno” inventado con la doctrina de seguridad nacional, la misma que pone en serio riesgo la seguridad humana.
Complotada por los organismos de inteligencia secreta y la Secretaría de Estado de los Estados Unidos, la doctrina del estado de seguridad nacional fue instaurada y exportada como el tenor de una política exterior orientada a contener toda amenaza de levantamiento, agitación o revolución que pusiera en riesgo la estabilidad de los negocios e intereses corporativos, afectara el control territorial en el eje articulador de sus alianzas estratégicas, implicara cambios y perturbaciones en el patrón de funcionamiento societal, o pusiera en entredicho la hegemonía gringa y la materialización del capitalismo en la región.
A consecuencia de tal doctrina, los actores sociales y movimientos políticos fueron sometidos a severo escrutinio y control, acudiendo a la firmeza de las fuerzas militares y de policía a las que usualmente se asignaron funciones regulatorias, persecutorias y eliminatorias de quienes fuesen perfilados o clasificados como instigadores de la anarquía, activos comunistas, o enemigos de la libertad y el orden preconizado por las instituciones del Estado y las clases dominantes.
Por tales rumbos, antes que garantías constitucionales para la expresión democrática, se armó una perspectiva bipolar y excluyente de la sociedad, corporativa, a partir de la cual se aseguró al aparato castrense y a las fuerzas gremiales con poderío económico, el control estratégico de los asuntos públicos. Mediante el cerramiento del aparato gubernamental, la proscripción de las opciones de izquierda radical y la criminalización de quienes defendieran ideologías y perspectivas sociales confrontacionales o antiestablecimiento, se alimentó el bipartidismo, se relegaron las tercerías, se estigmatizaron las ideologías de izquierda y se persiguió con inclemencia a las y los opositores; implementando incluso procesos de guerra sucia contra toda fuerza progresista por fuera del eje supervisor de los asuntos públicos y de las cofradías económicas y financieras.
Bajo la seguridad nacional, entonces, corporaciones, gremios y asociaciones de latifundistas, comerciantes, industriales y financistas estructuraron un diseño social que respondiera eficazmente a sus pretensiones de apropiación de la tierra, concentración de la riqueza y cooptación de las instituciones, que contó con el beneplácito de los Estados Unidos, interesado en asegurarse así alfiles en su fría guerra de contención del comunismo. Tales facciones asumieron como propia la tarea de contener, perseguir, torturar, someter o extirpar cualquier apéndice colectivista, internacionalista, ecologista o antimilitarista asentado en organizaciones comunitarias, estamentos estudiantiles, movimientos sociales y partidos políticos que pudieran ser señalados por sus sistemas de inteligencia como propiciadores de revueltas o acciones insurgentes; sometiendo a la justicia penal militar incluso a civiles.
Colombia, país en el que han jugado un papel estratégico en la defensa y sostenimiento del establecimiento, especializó a los cuerpos militares, de policía y de civiles adscritos a organismos de seguridad del Estado en técnicas y estrategias de contención violenta y socavamiento selectivo de opositores, activistas y manifestantes, contra quienes dirigió la capacidad de actuación militar y jurídica institucional, instalando igualmente aparatos parapoliciales y ejércitos paramilitares fuertemente armados que, muchas veces, operaron en pleno acuerdo y connivencia con autoridades electas, funcionarios públicos y agentes gremiales.
En buena medida, la doctrina del enemigo interno alimentó las atrocidades bélicas que hoy son denunciadas en el informe de hallazgos de la Comisión de la Verdad, constituyendo un expediente demencial sin parangón en el mundo entero, tanto por su prolongación en el tiempo como por el horroroso portafolio de iniciativas violentas socorridas por todos los animadores del conflicto armado colombiano.
Superar el marasmo para alcanzar un estado de maduración de un proyecto común que pueda llamarse, tal vez por vez primera, nacional, implicará la confrontación de las distintas versiones del precipitado social que hemos podido llegar a ser. Esta no es una tarea fácil, si consideramos el impulso dinámico que tienen en el país fuerzas extremas desestabilizadoras, sumadas a gremios y corporaciones seriamente implicados con el rearme de agrupaciones mercenarias, así como la proliferación de organizaciones dedicadas a diversas actividades de control de la economía del crimen, con fuertes vínculos y emparentamientos con sectores económicos convencionales.
Un gobierno de Gustavo Petro y Francia Márquez que promete enfrentar la corrupción, racionalizar el gasto público, rediseñar la institución militar, confeccionar un nuevo escenario tributario y establecer diálogos y negociaciones que conduzcan al armisticio y la reconciliación, en procura de la paz total, será histórico en cuanto logre desplazarse hacia una lectura democrática de la sociedad que arrumbe definitivamente la doctrina de la seguridad nacional, acabe con la invención del enemigo interno, sea soporte de la seguridad humana, y contribuya a sembrar lazos societales promotores de entendimiento entre los diversos pueblos que integran a Colombia, implementando las reformas y políticas que resulten precisas para aprovechar nuestra “posibilidad de pasar a una era de paz”; si es que, por fin, la historia puede ser nuestra.
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