«Los nadies»: continuidad racializada y ruptura democrática
21 de julio de 2022
Por: Arleison Arcos Rivas
En el discurso civilizatorio colombiano, los otros no existen. Cuando se los nombra, han sido objeto de prejuicios, burlas, descreimiento o románticas exaltaciones a un “nosotros” edulcorado en el que “nuestros indios” y “mis negros” se encuentran faltos de identidad y resultan suficientemente necesarios como para perpetuar sobre ellos apropiaciones discursivas antojadizas, propias de la continuidad colonial en el contexto republicano, sin que la dinámica democrática evidencie rupturas con los patrones racializados sobre los que se instaló la nación en Colombia.
De lejos, imaginar a los sujetos étnicos con agencia, protagónicos y presentes en la configuración de lo que ha llegado a ser este país, aparece como una expectativa subalterna y no como un reconocimiento igualitario, institucional y socialmente afirmado.
La nación todavía evidencia un discurso celebrativo de la de la Hispanidad, de base identitaria monocromática, en el que la diferencia étnica pesa en contra. Incluso resulta sorprendente que, todavía, persistan miradas historiográficas que privilegian y oficializan la percepción de las élites; en las que fechas e hitos fundacionales corresponden al reconocimiento de la centralidad de los criollos republicanos animadores del postulado civilizatorio para el que “negros” e “indios” son vestigios de un pasado indeseable que, para mejorar la raza, propone “confundir esta desgraciada clase con la de los demás habitantes”, como recomendaba José Ignacio Pombo, desde 1804.
Diezmados y confinados en resguardos, o tolerados entre selvas y caseríos lejanos a los centros poblados y ciudades, “los indios” han sido concebidos como objeto del amparo estatal, aceptando a regañadientes la propiedad “concedida” sobre amplias franjas y fanegas rurales. Sin embargo, los permanentes conflictos con terrajeros colonos y latifundistas, han puesto de presente la larga lucha de los diferentes pueblos indígenas por la protección de sus identidades, la preservación de prácticas agroforestales y espirituales, la continuidad identitaria e idiomática, en procura de consolidar los Planes de Vida con los que se enfrentan a la contracultura de la muerte que insiste en la ocupación y apropiación ilegal de los territorios que han sido recuperados en procesos jurisdiccionales, negocios contenciosos, autos constitucionales batallados en Minga, así como en la contención y confrontación de la Guardia Indígena en diferentes acciones violentas contra las comunidades.
De igual manera, las distintas comunidades que hacen parte del pueblo afrodescendiente en Colombia resisten y reexisten en ciudades, campos poblados terrenos de bajamar, mojanas, litorales, ríos e islas que han sido el escenario en el que ha tomado cuerpo la guerra por la vida emancipada, la lucha por el cuidado de la vida, y la gesta por la reexistencia, en una nación que apostó al mestizaje, el silenciamiento, la postergación y la eliminación violenta de quienes, herederos de africanías, fueron imaginados y virtualmente sitiados en los márgenes de la nación.
Demoler el modelo raciocrático y sus prácticas monocromas, implica que el país renuncie al discurso sobre las razas, del que todavía está imbuida su concepción multicultural de la nación. Si bien en la regulación pluriétnica y multicultural, nacida de la Constitución de 1991, los otros son nombrados y existen para la contabilidad oficial, ello no implica la concesión de reconocimiento igualitario ni el trato diferenciado ni la vinculación a la administración de las instituciones, ampliando la perspectiva con la que normas, políticas y ejecutorias públicas producirían encuentros y repartos equilibrados en los beneficios societales.
Es justamente por ese cierre antidemocrático que implica la racialización que, luego de dos centurias de vida republicana, todavía resulte inusitada y novedosa la conquista electoral de una vicepresidencia, e incluso la representación de lo nacional en embajadas y organismos multilaterales en cabeza de afrodescendientes e indígenas. Ese es el tamaño de la desproporción de poder que se esconde tras la piel y los lugares de asignación social política y económica en los repartos de influencia e incidencia.
La designación de figuras afrodescendientes e indígenas en altos cargos gubernamentales no sólo es una buena señal; es un acto de justicia y reparación histórica. De ahí que el malestar con la representación étnica reincida en el reclamo del orden racial jerarquizado monocromático y pétreo, que se perpetúa en cada nota de prensa, comentario periodístico, registro en redes sociales y opiniones nutridas de descalificación, sospecha, duda y prejuicio respecto de la competencia, preparación, estudios, habilidades, capacidad y experticia de quienes alcanzan posiciones de poder, gracias a un nuevo gobierno que obtuvo la mayoría victoriosa en las urnas proponiendo cambios en el patrón de diferenciación en favor de “las y los nadies”.
Los aires de superioridad que insuflan el trato discriminatorio y racionalizado no solo afectan la valoración de estos individuos, cuyos nombres y figuras son juzgados por personajes arribistas y clasistas, sin rubor alguno, como exóticas concesiones de “un delirio incluyente”, tal como trinó la ultraderechista María Fernanda Cabal respecto de las designaciones étnicas hechas por el gobierno del Pacto Histórico.
Tal postura es consecuente con la inveterada ofuscación de las élites y sus corifeos, a quienes “negros” e “indios” les resultan soportables siempre que se resignen a ocupar el lugar geográfico, identitario y posicional de lo marginal, lo dejado a un lado y lo inferior, sin aspiraciones a “igualarse” a la “gente de bien”, como se autoperciben.
La extrema diversidad que sacraliza el pasado como patrimonio exclusivo de los Criollos, es la misma exclusividad que reivindica como propios los lugares del poder en el presente; por la que no se esperan ni se acepta ni se concede ni se reconoce capacidad de agencia a esos ninguneados que, pese a tal obcecación nugatoria y descalificadora, adquirieron en las urnas lo que por siglo les fue negado: influencia suficiente para reordenar los acumulados de poder, en una nación todavía fragmentada, conflictiva y difusa.
Que hoy todavía Colombia batalle por entenderse como una república unitaria, con autonomía en sus entidades territoriales, división armoniosa de los poderes públicos y representación en sus diferentes estamentos políticos, da cuenta de las enormes complejidades que deberá asumir el gobierno venidero, en el propósito de ajustar las instituciones del país para que se realice, de una buena vez, el estado social y democrático de derecho; más allá de toda frontera racializada.