13 de junio de 2024
Por: Arleison Arcos Rivas
Una de las reglas de juego fundamentales en las democracias contemporáneas apuesta por la incorporación de las posturas contrarias, críticas, disidentes u opositoras, en el conjunto de las alternativas que evidencian las posiciones y perspectivas en las distintas visiones de sociedad, siempre que favorezcan establecen la prosecución de los valores de convivencia, tolerancia, deliberación pública y el respeto a las diferencias sin estigmatización alguna y bajo la garantía de independencia respecto de la gestión gubernamental.
En Colombia, la oposición política constituye un derecho fundamental consagrado constitucionalmente en los artículos 40 y 112, estatuido mediante la ley 1909 de 2018, encaminando vigencia de este derecho hacia la construcción de la paz estable y duradera, el aseguramiento de la participación política efectiva, el ejercicio pacífico de la deliberación política, la libertad de pensamiento y opiniones, el pluralismo político, la equidad de género, la armonización con los convenios y tratados internacionales, el control político y la diversidad étnica.
Ello es así porque el propósito fundamental de la asociación política es garantizar fines y objetivos societales, asegurados mediante el funcionamiento de las diferentes instituciones que se orientan a ejercer las facultades constitucionalmente conferidas a las distintas ramas del poder público.
Sin embargo se desfigura tal teleología estatal, como ocurre hoy en el Congreso, al pasarse de la raya y vulnerar el estatuto de la oposición, negándose a conformar el quorum, impidiendo la deliberación pública, retirándose de los recintos de comisiones y plenarias y, peor aún, absteniéndose de votar para aprobar o improbar las proposiciones.
Cuando los grupos de interés y sus representantes se declaran en oposición política pretendiendo bloquear las propuestas y ejecutorias soportadas en el programa de gobierno victorioso que da sentido al Plan Nacional de Desarrollo presentado por quien preside el Estado, no sólo se desvirtúa el juego democrático sino que su postura resulta abusiva; evidenciando el desmadre demagógico de la cultura política nacional que se esmera en la anulación sectaria, la descalificación absoluta y la desaprobación arrogante e inflexible.
El derecho a la oposición garantiza el disentimiento; no la parálisis propositiva o la inmovilidad decisional, toda vez que el fundamento de la contradicción es la manifestación de la divergencia de opiniones, garantizando que las distintas alternativas dinamicen el juego democrático mediante la declaración y manifestación pública de sus demandas y exigencias. En dicho juego, se escenifica la posibilidad de arribar a consensos y al establecimiento de acuerdos, aunque también resulta posible defender el desacuerdo y la reflexión disidente, a condición de que ocurra en el plano crítico de la deliberación pública y abierta.
En una democracia, la oposición visceral es una contradicción a las reglas de juego deliberativas, soportada en una postura políticamente patológica, fija en la pretensión de ganarlo todo o nada; utilizando todos los instrumentos disponibles para la convocatoria a los públicos adeptos buscando su activación y movilización, incluso difundiendo embustes, verdades a medias, maledicencias y noticias falsas.
Dirigida contra toda reforma, las de grueso calado e incluso las más modestas que habrían pasado sin mayores miramientos en gobiernos propios, la oposición emocional asume el riesgo de sobre estimular la discordia, arrojando a la opinión de las y los ciudadanos reportes de prensa, cubrimientos televisivos y notas en redes virtuales, el propósito de dotar de razonabilidad las decisiones colectivas se pierde.
Estimular el desacuerdo y el descontento, activando la desproporción que tilda cada iniciativa gubernamental como inconveniente, caótica, sin fundamento, desastrosa, nefasta, abyecta y demás calificativos invalidantes, desborda los límites del disenso, asignando a la política un carácter panfletario que incluso juega a desplazarla hacia la futurología de la decadencia.
Más allá de lo que resultaría permisible en una sociedad ordenada sobre la preeminencia de lo común, los permanentes anuncios de la hecatombe provenientes de críticos que suelen comprometer su opinión discrepante por deudas y compromisos con corporaciones y gobiernos precedentes, o por su propio interés en la defensa de lo establecido, se esmeran en postular tesis condenatorias y reactivas que resultan intimidantes, bloqueando el juicio crítico de grupos y sectores ciudadanos sensibles a la polarización que se pretende exacerbar.
Es cierto que los gobiernos deberían disponerse para amplificar las oportunidades para que diferentes grupos de ciudadanos, activistas organizados, colectivos interesados, agremiaciones agrarias, comerciantes, financieras y mercantiles, pudiesen establecer acuerdos respecto de la mejor manera de concebir y darle rumbo a las decisiones respecto de lo que les afecta en la garantía de sus derechos, o les motiva en la prosecución de su fines e intereses. Lo que no debería resultar posible es que quienes asumen la representación política de tales sectores sociales, especialmente los corporativos, pretendan acaparar la potencialidad transformadora y performativa contenida en las propuestas gubernamentales, impidiendo a toda costa las reformas presentadas.
El bloqueo a las reformas a la salud, a las pensiones, a la transformación del mundo laboral, e incluso una falsa e ilegítima acomodación del consenso legislativo en la discusión de la estatutaria de la educación, ponen de presente que la postura contrarreformistas obedece a la orfandad ejecutiva que armonizaba las decisiones legislativas, los fallos judiciales e incluso las sentencias en las altas cortes con el querer de las elites, firmemente distantes de los intereses mayoritarios.
A la existencia y evidente vigencia de la tensión entre las diferentes clases sociales, dado que la democracia no resuelve el problema de la desigualdad, sus reglas de juego deberían favorecer la transparencia en el tendido de puentes que faciliten acuerdos para acercar las posturas discordantes y achichar la brecha social respecto de asuntos que resultan sustanciales en la procura de lo común.
Por ello, contra todo afán por bloquear las reformas mediante el boicot a su trámite legislativo, la crítica disidente frente a las pretensiones gubernamentales debería concentrarse en proponer alternativas y sustentar propuestas sustitutivas, cuya formulación y diligenciamiento ocurra en los mismos términos, oportunidades, procedimientos y escenarios en los que otras alternativas pueden ser o no decididas. Lo contrario, es simple y llana tiranía y juego sucio.
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