Por: Arleison Arcos Rivas
Hace poco emprendía la relectura de los textos en que Kant y Foucault precisan los contenidos de la ilustración; esa que, no sólo correspondiente a una época, es defendida como una actitud moderna. La renovada incursión por estos escritos me ha llevado a una reflexión que permanecía en pausa respecto de las relaciones entre Europa y las regiones del mundo que ésta sólo pudo considerar como colonias, prisionera del espíritu imperial desplegado en plena modernidad; de lo que comparto algunas consideraciones en la tensión entre la revolución, Bonaparte y el libertarismo haitiano en los albores del siglo XIX.
Cuando revisamos las características que adquirió la dominación colonial, especialmente a la luz de los hechos precedentes y posteriores a la revolución de Haití, advertimos que Europa nunca fue pensada al margen de la esclavización. La libertad, anunciada como el sello del universalismo humanista, apenas si constituye una particular manera de endiosamiento del señorío eurocentrado, del que no participa ningún otro pueblo, como en la cima de semejante arrebato vanidoso Hegel lo hará explícito. De hecho, si la ilustración resultaba una robusta imagen en la que el pasado oscurantista quedaba depuesto, lo era precisamente a costa de condenar a otros pueblos a cargar con el lastre del oprobio tras la dominación imperial en las colonias.
Ilustración e imperialismo resultan, pues, indisolubles e inseparables: Europa se piensa así misma potente parapetada en su expansión mundial alcanzada con la imponencia de su control y poderío militar, que le permitió hacerse a cuantiosas riquezas extraídas a sangre, sudor y muerte de los pueblos de otras regiones. Si Europa pudo brillar, fue a consecuencia de la sistemática opacidad y degradación del mundo doblegado a servidumbre y oprobio; especialmente enfocado en los pueblos de África, los cuales no sólo sintieron el peso de su omnipresencia invasora. Como en ninguna otra parte del mundo, el continente fue obligado a perder por siglos a sus hijos e hijas más productivos, convertidos en la fuerza laboral del mundo colonial esclavizado.
Ante tal maquinaria moderna que produjo las más bellas ideas de libertad, igualdad y fraternidad mientras molía a hombres, mujeres y niños en el aparato productivo operado tras cautiverio y sometimiento; un pueblo, entre todos, se alzó logrando su derrota contundente: Haití, lo llamaron los gestores de tal proeza alcanzada por hombres, mujeres y niños que pagaron con sangre y fuego el precio de su emancipación definitiva.
Tras su esclavización, la gesta autonómica emprendida entre 1791 y 1804 bajo el entusiasmo de la Revolución Francesa anunciaba un incremento de la prosperidad, gracias al azúcar, el café, el algodón y el tabaco pródigamente producidos en la isla que fuera la colonia más rica entre las posesiones imperiales francesas. Antes de ser traicionado y condenado a morir en prisión por Napoleón Bonaparte, Toussaint Lovertoure proclamaba: “Me levanté en armas para luchar por la libertad de los negros, que Francia era el único país en pregonar, pero no tiene ningún derecho a anular. Nuestra libertad ya no está en sus manos; está en nuestras propias manos, y la defenderemos o moriremos”.
Ante la rotunda demostración de coraje y valentía que significó la derrota simultánea de los ejércitos de Inglaterra, España y Francia, el ilustrado Bonaparte concibió el ofrecimiento de “leyes especiales que restauraban la esclavización, restituyendo el antiguo régimen que consideraba a seres humanos como propiedad. Racista y prisionero del odio racializado ordenaba guerra hasta la médula para restablecer los beneficios coloniales de los plantadores en la gallarda Haití, cuya sublevación sería imparable, pese a la robusta y experimentada milicia desplegada para someterla.
Contra las reglas de la guerra, posterior a su victoria no sobrevino el tiempo de la reparación al vencedor. Tampoco el reconocimiento de nación independiente y libertaria que, sumando a los Estados Unidos junto a las naciones europeas que no dejaron de tramar acciones para anexarse la isla, como tampoco obviaron el diseño de planes para continuar batallando contra la segunda república liberada de América. Muy por lo contrario, un férreo asalto trasnacional fijó el destino de la isla bajo el sello del empobrecimiento al bloquear las relaciones diplomáticas, clausurar el comercio, confiscar barcos con carga de exportación, pagar a precio de usura lo que se alcanzaba a mercadear en rutas alternativas, sitiar militarmente su territorio y, con el mayor descaro, obligarle a pagar a Francia una suma superlativa (unos 25.000 millones de dólares de hoy) y la reducción a la mitad del precio de importación de sus productos, en un acto extorsivo que la corona francesa denominó “indemnización”.
La ilustración comporta un correlato: la política racial aplicada por los imperios en los territorios considerados colonias. Esta duplicidad imaginativa y práctica opera en el cimiento mismo de la imagoloquía nugatoria al justificar a Europa como la madurez del espíritu, negando todo valor a quienes sólo son reconocidos esclavos, siervos, homúnculos y negros. El brillo luminiscente de Europa no es sino el resultado de un proceso de sostenida opacidad y deslustre del mundo incomparablemente no europeo; por ello, como reconociera el General Charles Leclerc, quien a la postre sería derrotado, en Saint-Domingue “se está ventilando actualmente la cuestión de sí Europa llegará a preservar colonia de cualquier tipo”. En realidad, la cuestión era demostrar si el imperio podía sobrevivir cuando los pueblos libertarios se levantan en su contra. La respuesta en Haití fue un contundente no, tal como pronto se confirmaría en el resto de América.
Así, contrario a la gloria de su presentación entre las naciones que conquistaron de modo bravío su libertad, padecimiento y miseria fueron el costo por su definitiva independencia: primero los ejércitos de España, Inglaterra y Francia con la ferocidad de la guerra, luego la hostigante cerrazón de Bonaparte y posteriormente Carlos X desplazando centenares de cañoneros de la armada francesa para obligar la firma de la ordenanza crediticia, lograron que la isla fuese empobrecida. Haití pagó con su empobrecimiento el precio exigido por Europa para reconocerle como nación libre, sometiendo toda su economía a la inclemencia y severidad del comercio injusto; justo en plena concepción y despliegue de la europea ilustración.
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