“Me gustan los finales felices”

Por Última actualización: 19/11/2024

25 de noviembre de 2021

 

Por: Arleison Arcos Rivas

La frecuencia con la que se ha popularizado en las redes sociales la expresión “me gustan los finales felices” cada vez que ladrones, jaladores o sicarios caen y son sometidos a la golpiza o a los disparos de viandantes o conductores que alcanzan a reaccionar, asusta; tanto o más que el colérico incremento de la criminalidad y la delincuencia en las principales ciudades y en municipios especialmente afectados por violencias sin par.

Hace algunos años escribí una tesis de maestría en torno a la ciudadanía armada, aportando a la interpretación de procesos de defensa y aseguramiento comunitario. Si bien analiza el contexto emergente de las milicias populares en Medellín, las consideraciones teóricas de ese trabajo complejizan la lectura de la protesta y la resistencia que incluso disputa al Estado sus monopolios legales, legitimando actuaciones bélicas a manos actores comunitarios.

En la misma, interpretaba que las circunstancias complejas en las que se ha construido la ciudad en Colombia, trazan las rutas cosmopueblerinas, diversas y difusas, de las procedencias de quienes la habitan, en un movimiento migratorio transgeneracional prolongado por décadas; motivado por los intensos avatares del conflicto armado. En esas circunstancias, la pertenencia a la ciudad, su disfrute y las dinámicas culturales de la vida urbana resultan famélicas, mal alimentadas por la carencia en la que la gente ha construido formas de ordenar la vida colectiva más allá de las fronteras de la legalidad, en permanente confrontación y defensa de su ciudadanía frente al Estado y los actores delincuenciales organizados, contexto que desborda las tradicionales comprensiones de los modelos normativos.

Sin embargo, existen otras transfiguraciones de la violencia en las urbes que requieren un marco analítico diferente, pese a estar emparentado con aquel.

En contextos en los que la conflictividad urbana evidencia la proliferación de agentes delincuenciales de diverso orden, la gente espera respuestas institucionales suficientes. Aunque las autoridades generan reportes de alta eficacia en la contención de los delitos, las estadísticas coinciden con la percepción generalizada de inseguridad en espacios territoriales dejados por fuera de la regulación gubernamental e incluso en entornos barriales y centros urbanos en los que el delito campea; alimentando la pregunta por la funcionalidad del Estado como instrumento de orden, elevando las respuestas violentas y estimulando la expresión popular agónica.  Entre la anomia imperante, la desobediencia civil y la resistencia armada, la ciudad muere, es herida o se siente amenazada todos los días.

Podría pensarse que en una sociedad confinada por un virus planetario, el porcentaje de delitos no sólo habría disminuido sino, además, generado mejores prácticas gubernamentales y ciudadanas con incidencia en su desescalamiento sistemático; pero las cifras evidencian lo contrario. De hecho, en un reciente informe de la Veeduría Distrital de Bogotá se identificó con preocupación el incremento del homicidio, las lesiones y hurtos a personas, el robo de celulares, bicicletas, motocicletas y vehículos en números que entran frecuentemente en contradicción con las presentadas por las autoridades de policía y gubernamentales.

Los datos se acumulan y agigantan sin cesar: Un millón de celulares robados cada año y más de 260.000 hurtos reportados en lo que va del año, en diferentes modalidades del cosquilleo al aprovechamiento del factor de oportunidad. Si se observan los relojes de la criminalidad, levantados por la Corporación Excelencia en la Justicia, y otras organizaciones que hacen seguimiento a estos fenómenos, es notorio el crecimiento de todas las formas y expresiones delincuenciales, sin que se evidencie efectividad en alguna de las medidas institucionales.

La tenencia de armas en manos de ciudadanos y ciudadanas no sólo se ha incrementado, sino que cuenta hoy con una política estatal que facilita y favorece su adquisición, porte y tenencia con los salvoconductos protocolarios. Pese a que cerca del 80% de los homicidios y más del 60% de otros delitos implican el uso de armas de fuego y traumáticas, en lugar de fomentar su control y disminución como estrategia para reducir la ocurrencia de delitos, el actual gobernante y su partido han impulsado vigorosamente una política de tenencia que resulta discordante con el querer de las mayorías encuestadas para diferentes informes, entre ellos el ya mencionado. El asunto es de tal tamaño que, hasta la Alcaldía de Cali, la ciudad con los peores indicadores de violencia en el país, ha interpuesto tutela contra el porte de armas traumáticas, cuya reciente regulación no ha desescalado la frecuencia de incautación, ni su uso para intimidar y atacar, ni su modificación letal, ni su aparición en diferentes ocasiones, incluidas aquellas en las que la han exhibido y usado “la gente de bien”.

En ese contexto, se evidencia la proliferación de acciones vindictas con las que individuos o grupos alcanzan a reaccionar ante el actuar de raponeros, jaladores, saqueadores y sicarios propinándoles golpizas, lesiones y hasta la muerte, justificadas y publicitadas en las plataformas bajo lemas como “me gustan los finales felices”, “lleve su paloterapia”, “toma tu tomate” y demás formas de llamar a las turbaciones y linchamientos en el espacio público.  Estas acciones de autodefensa, ponen en jaque la institucionalidad y operan por fuera del orden estatal, tanto como patentizan la ineptitud de las fuerzas policiales y de los agentes gubernamentales para proveer seguridad al conjunto de la población, paradójicamente, su única razón originaria, de acuerdo con la lectura liberal.

En defensa de la ciudadanía no aparece ninguna autoridad referente, propiciando el desorden y las reacciones exasperadas, para las que ningún fuero distinto al de la violencia expresa, queda manifiesto. Por ello resulta peligroso y desafortunado que los “finales felices” se incrementen; tanto como es indeseable que el perdido simbolismo de la fuerza y de la facultad sancionatoria en manos del Estado no logre inmutar a quienes encuentran, abierto y con frecuencia, un amplio espacio para producir finales desafortunados.  

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Colilla: Estos cinco años de persistencia en lo firmado, pese a sus drásticos recortes, evidencian que el Centro Democrático no pudo hacer trizas los acuerdos; así el energúmeno caballista de El Ubérrimo y sus feroces huestes pretendan seguir desconociendo y batallando contra lo pactado.

Sobre el Autor: Arleison Arcos Rivas

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