Por: Arleison Arcos Rivas
Tenía ocho años cuando los políticos liberales, que me oían cantar a bocajarro por las calles de mi pueblo, cuadraron con mi mamá para que me dejara montar al carro a vitorear “se vive, se siente, Turbay es presidente; Colombia está contenta, Turbay a la Presidencia”; lo cual hice con total pasión infantil. Luego, una década después en pleno seminario entre libros canónigos, teologías con opción preferencial por el pobre y filosofías de la liberación descubriría que desde el 6 de septiembre de 1978 por lo menos, cuando el gobierno de Turbay instauró el funesto Estatuto de Seguridad Nacional, Colombia no ha sido un país contento y que en nuestras calles ni se vive ni se siente alegría alguna con los designios presidencialistas, cada vez más autoritarios.
Los de Colombia han sido tiempos violentos, uno tras otro. Desde las batallas abarrotadas de muertos en procura de la autonomía territorial y la emancipación política, pasando por las ingentes acciones de perturbación del sistema esclavista sostenido en la configuración republicana; los sucesivos enfrentamientos de supremacía territorial, protagonizados por caciques regionales y sus lugartenientes o testaferros; los combates entre tenedores de tierras campesinas, terrajeros y acaudalados terratenientes; las permanentes agresiones y raponeos a los resguardos indígenas y a la unidad agrícola familiar mínima en territorios interétnicos; la ocupación ilegal y la desapropiación de la tierra con títulos falsos o fraudulentos; las tensiones, muertes y desapariciones en disputas con los ingenios, cultivadores de caña, ganaderos, palmicultores, extractores de madera y forestales, mineros y especuladores; que han escenificado las diversas modalidades de enfrentamiento “a palo, machete y bala” entre los de arriba (que no siempre son los clásicos ricos y gamonales, pues también hay emergentes que operan con sus mismas fórmulas y estrategias) y los de abajo (cuyas luchas se heredan y vuelven a encarnarse), a lo largo y ancho del territorio colombiano.
En el campo, tan sólo los conflictos asociados a la tenencia de la tierra han significado desolación y muerte por los lados de quienes se han atrevido a denunciar, enfrentarse y adelantar acciones de recuperación y restitución durante estos dos siglos republicanos en los que las reformas agrarias legales han servido para sucesivos anuncios oportunistas, populacheros y demagógicos en boca de todos los gobiernos; mientras por vías desreguladas se ha permitido el sostenimiento del terraje y la semiesclavitud agraria, el contrato a destajo, a ministra o por productividad con alta participación infantil; la denegación de salarios o su mayor precarización para las mujeres; la concentración mayoritariamente masculina de los títulos de propiedad; el crecimiento masivo y desproporcionado de cultivos en terrenos arrendados sostenidos por décadas, el control de la producción por señoras y señores de la tierra ausentes pero dueños de los instrumentos, herramientas y medios de producción (concentración de recursos hídricos, máquinas agrícolas, maquinaria extractiva, monopolio de agroquímicos, entre otros).
En la ciudad, más allá de los problemas asociados al conflicto armado y el masivo y violento desplazamiento de millones de personas, las dinámicas urbanas asociadas a la implantación industrial y comercial han implicado consecutivas oleadas expansivas de la poblacional, generando la gentrificación de entornos precarizados, la densificación explosiva de barrios periféricos que presionan, cada vez más, los límites y fronteras de entornos territoriales conurbados, en los que la prestación de servicios públicos y la garantía de derechos riñen con la inacción, la paquidermia y la burocratización que hacen del Estado un conjunto de entidades y funcionarios que nunca llegan, aparecen a destiempo o prestan servicios deficientes e insuficientes.
En las ciudades y municipios con mayor población, la carestía de alimentos, la insatisfacción y baja calidad en el acceso y disfrute de servicios de salud y educación; los bajos ingresos ajustados con frecuencia con prácticas de feminización e infantilización del rebusque, la mendicidad e incluso la prostitución; la proliferación de ventas esquineras y a granel, el hacinamiento, el inquilinato en piezas y el alquiler de subarriendo; el empeño de bienes; entre tantas otras prácticas de subsistencia; reflejan la precariedad en la garantía de derechos, agravada en un contexto pandémico en el que el Estado ha favorecido a grandes corporaciones y financistas, descuidando a los conglomerados humanos más sufrientes y vulnerables conformados por quienes son las y los primeros en perder el empleo y evidenciar carencias vitales, llevándoles incluso a dejar de consumir alimentos básicos y alguna ración diaria. Incluso el DANE, tan afecto a inventarse eufemismos estadísticos, rastrea sin pudor el hambre y la inocultable desproporción en el ingreso en estos tiempos.
Una mirada que ha representado en la historia nacional el conjunto de situaciones así registradas nos lleva a afirmar que la larga historia de protestas, plantones, bloqueos, movilizaciones y paros en Colombia, no son más que evidencias permanentemente emergentes de la tensión manifiesta entre la precariedad en el aseguramiento de derechos y la perplejidad desobligante y desestabilizadora en las prácticas institucionales.
Con todas estas manifestaciones ¿alguien duda que la gubernamentalidad colombiana está instalada sobre un polvorín social a punto de explotar irremediablemente? Los intercambios violentos de las últimas semanas, registran masacres que no han parado, nuevos asesinatos policiales y renovadas reacciones violentas de colectivos humanos a los que convoca la protesta en cada calle del país; no por la muerte de una persona sino porque ya no es posible aguantar más. Las consecuencias: un panorama insostenible que incrementa la vulnerabilidad de públicos específicos desatendidos o precariamente incorporados al reparto y disfrute de bienestar y desnuda la incompetencia de los organismos estatales para producir transformaciones sistémicas que contribuyan a elevar los niveles de satisfacción de la ciudadanía con sus gobernantes, quienes usan a la fuerza policial militarizada como instrumento de contención de la agitación popular, pero termina por convertirse en el factor de quiebre que refleja la explosión de las tensiones no resueltas.
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