3 de octubre de 2024
Por: Arleison Arcos Rivas
Los procesos de formación docente en Colombia se están rajando. No solo por los manifiestos resultados deficitarios en pruebas internacionales y nacionales estandarizadas, sino por las frecuentes evidencias del desajuste cognoscitivo y ético en cada generación que egresa de las escuelas, públicas o privadas, queda la sensación, y crecen los datos disponibles, respecto de la falta de pertinencia en el quehacer docente, en buena medida adjudicable a inadecuaciones en la preparación del magisterio para los retos que representa el acompañamiento formativo integral de niños, niñas y adolescentes en la escuela de la pospandemia.
Para algunos comentaristas, las necesidades de formación especializada del magisterio suscitan escándalo cuando se observa que ha crecido significativamente el número de quienes trabajan en la escuela percibiendo mayores ingresos por contar con maestría o doctorado, sin que tal cifra evidencie mejoramiento en la calidad educativa.
De hecho, el problema podría acrecentarse, si se observan las altas cuotas de desempleo del país que han hecho atractivo el que no licenciados provenientes de distintas profesiones decidan presentarse a concurso docente, al no encontrar empleo en su sector productivo, o al detectar un deficitario promedio de ingresos en su campo, comparado con la tabla salarial docente.
Más aún, la desmotivación para impulsar mejoras también se ve afectada por la cifra nutrida de maestras y maestros que ven frustrado su anhelo de mejoramiento salarial, habiendo cursado estudios en universidades de otros países que ofrecen programas de posgrado virtuales o blended, seguidos desde su lugar de trabajo o en estancias vacacionales en el exterior, pero no logran que el CONACES en el Mineducación convalide sus títulos.
A este respecto, ojalá la Corte Constitucional agilice el control de constitucionalidad para que entre en vigencia la ley 2363 de 2024 que oficializa el Convenio Regional de Reconocimiento de Estudios, Títulos y Diplomas de Educación Superior en América Latina y el Caribe, pues el desplome motivacional que implica invertir una significativa cantidad de dinero propio en un proceso formativo frustrado salarialmente, produce acumulados emocionales deficitarios.
Esta situación, sumada a la debilidad de muchos programas de pregrado y posgrado dirigidos a los maestros colombianos, reclama con urgencia un proceso de formación pedagógico, curricular y evaluativo sólido, riguroso y pertinente para transformar definitivamente las prácticas de aula y el acompañamiento de los aprendizajes medidos en pruebas externas.
Evidentemente el país no ha tomado la decisión de hacer de la educación la locomotora de su historia. Incluso cuando se han incrementado los presupuestos del sector, se debe observar que esos recursos no llegan directamente a mejorar los Fondos de Servicios Educativos [FSE]. Las instituciones oficiales tampoco pueden aplicar recursos del giro de gratuidad al acompañamiento formativo del magisterio.
De hecho, la consolidación de su propio proyecto educativo institucional resulta desamparado, pues deben atender, con tan precarios estipendios, el mantenimiento creciente de sedes viejas y las demandantes necesidades de las nuevas infraestructuras dotadas con elevadores, aires acondicionados, plantas eléctricas, tanques de almacenamiento de aguas y sistemas de atención de emergencias que se llevan más de la mitad de sus ingresos.
A ello debe sumarse el pago de contadores, la adquisición de servicios y materiales de ferretería y cerrajería, el mantenimiento de viejos equipos de cómputo y hasta la reposición de techos y pisos; asuntos que generan un balance desventajoso para invertir en proyectos educativos, materiales didácticos, o apoyo a las necesidades del aula y a las iniciativas docentes para robustecer los aprendizajes, que deberían ser la prioridad en el plan de compras de los FSE.
Como registran diferentes estudios, armonizar todo el sistema nacional educativo no ha sido posible, pese a la reiteración de expresiones como “revolución educativa”, por parte de diferentes gobiernos. Peor aún, la definición de Planes Decenales de Educación y la acumulación de iniciativas y políticas del ejecutivo ha resultado tan caprichosa y antojadiza que ni siquiera ha sido posible implantar una ley estatutaria de la educación, frustrada en la pasada legislatura; o plantear la necesaria actualización de la ley general para este sector.
Así las cosas, tomar la decisión de transformar la formación de una nueva generación de docentes, acompañando de igual manera el mejoramiento de las prácticas de quienes hoy se desempeñan en el magisterio, será un trabajo de profundos cambios que no dan espera.
Infortunadamente, no parece que el programa “poder pedagógico popular”, concebido con tal fin, esté avanzando en la consolidación de un plan nacional de formación docente coherente, concertado y consistente que afirme la postergada reconfiguración educativa del país.
Tampoco se concreta tal búsqueda con la reciente reforma a los programas de licenciatura, ni con la implementación del concurso de ingreso a la docencia, ni con las pruebas de nivelación y ascenso en el escalafón docente; pues los resultados en pruebas de seguimiento interanual, en las anuales estandarizadas saber 11, y en las internacionales como Pisa, reflejan la distancia entre el dicho y el hecho respecto del precario avance de los procesos educativos en el país.
¿Hasta cuándo esperamos, si es que ya llegó la hora de tomar la decisión de caminar hacia la excelencia docente? Comentaremos más, en la próxima nota.
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