¿Una generación que no puede aprender?

Por Última actualización: 10/04/2025

Estamos cerrando el primer cuarto del siglo XXI con fuertes inquietudes en la escuela respecto de la capacidad de aprender que, en últimas, siempre nos retorna la inquietud por la potencialidad de enseñar.

Ante los graves retos de la generación que crece en la pospandemia, se agigantan las inquietudes por el desarrollo de procesos escolares en sociedades que deben enfrentar las particularidades de colectivos jóvenes fuertemente permeados por la disponibilidad y consumo tecnológico, el descreimiento en la autoridad, la anticipación de la derrota, la desafección emocional; imbuidos como están en el mundo de la sobreestimulación por aplicaciones, plataformas y redes con multitareas simultáneas.

El reto imaginativo para la sociedad en la que la escuela cumple funciones que van más allá de la socialización, promoviendo habilidades mentales, cognitivas y cognoscitivas que requieren concentración, parece poner todas las fichas en un tablero desbalanceado.

La escuela, desde sus orígenes, ha estado signada por los desafíos que representa el entrabe generacional, muchas veces convertido en choque y bloqueo imaginativo; a tal grado que Iván Ilich, uno de los principales críticos de la escolarización institucionalizada, juzgaba fuertemente su obligatoriedad e incapacidad para adaptarse a las necesidades actuales; favoreciendo prácticas disruptivas articuladoras de la autonomía y la liberalidad de los sujetos potencialmente aprendientes.

Situados en nuestro actual contexto, ¿qué adaptaciones, e incluso transformaciones, está requiriendo la institucionalidad escolar y el magisterio que acompaña a las generaciones crecidas con el imaginario del primer cuarto del siglo? ¿En qué medida estamos entendiendo los requerimientos de generaciones crecidas en la pospandemia? ¿Cómo podemos seguir aportando creativamente al desarrollo del pensamiento con las nuevas generaciones?

Aunque reconozco la importancia de que la escuela no sea comprendida como una institución fiscalizadora, marcada por la hegemonía generacional y la usurpación de la propia experiencia, producto de la implementación de estrategias de vigilancia, control y sanción a la individualidad; la pregunta que generan las prácticas de socialización digital en las generaciones actuales cobra suma importancia, mucho más cuando se advierten los efectos del contexto digital y pospandemia, que evidencian altos niveles de desatención, desvinculación con tradiciones explicativas y aridez afectiva asociada a las disciplinas escolarizadas. “A esto muchachos no los mueve nada, ni los inquieta lo que hacemos”, suele escucharse en las salas de maestros.

Si bien algunos futurólogos se imaginan un futuro cercano sin escuelas y con mayor educación, gracias a las tecnologías informacionales, queda la inmensa pregunta por cómo garantizarían las sociedades su mejoramiento sin estrategias de valoración y afianzamiento de los aprendizajes que, siendo humanos, no son susceptibles de reproductibilidad; asociadas al aprendizaje lectoescritor, a la comparación de situaciones, a la estimación de juicios y valores, e incluso a la segmentación de información para identificar su utilidad, veracidad e importancia, que implican educar para pensar.

A la escuela no le corresponde calificar ni medir; eso ya lo sabemos, pese a la insistente frecuencia con la que se observa a muchas y muchos docentes empecinados en someter el ejercicio evaluativo a la conteo de repeticiones y la aridez numérica de los exámenes. Sin embargo, en las actuales generaciones parece crecer la impotencia ante el bajonazo de la habilidad para memorizar y retener información, para diferenciar verdad y falsedad, para juzgar opiniones, incluso para activar el cuerpo en actividades de carga energética o ejercicios corporales, aprisionados en la ansiedad de los operadores multitareas como las tablets y los denominados teléfonos inteligentes.

Contra Ilich, aunque resulta claro que el aprendizaje es una particularidad humana que se desarrolla naturalmente, por lo que siempre y en toda circunstancia se aprende; la escuela justifica su existencia cuando apunta a que sujetos de las nuevas generaciones articulen saberes útiles para vivir mejor como seres humanos. Lo paradójico es que hoy contamos con herramientas que promueven y posibilitan aprendizajes abiertos, autodirigidos, hipertextualizados y ampliamente accesibles, cuya apropiación consciente y creativa, o no está ocurriendo, o vuelve a poner en jaque la analogicidad de la escuela convencional, que todavía sostiene la ilusión de conocer ajustada a procedimientos institucionales reglados y pruebas nacionales estandarizadas.

Es claro que los sistemas informacionales y de interacción digital mediados por redes constituyen la atmósfera propia de la generación presente. Más aun, la propuesta de Ilich respecto de las redes de aprendizaje se hicieron realidad en las sociedades informacionales, sin que esto haya generado transformaciones en las dinámicas de conocimiento e interacción social. Sin embargo, bajo tal marca, crecen las preguntas por la gestación de estrategias de conexión, convivencia y aporte social favorables a la perpetuación de la especie; las cuales están sufriendo un marcado resquebrajamiento frente a las prácticas convencionales, heredadas del siglo anterior y del decurso de la humanidad.

Cuando nos preguntamos cómo estamos fortaleciendo la creatividad y la autonomía de los sujetos escolarizados, inquieta advertir la dificultad para asociarse de manera creativa en clase, las respuestas sostenidamente erráticas en procesos interpretativos, la desatención que dificulta analizar, el acaloramiento e intolerancia que impide criticar y juzgar, los obstáculos emocionales para sopesar argumentos o situaciones  que les requieren decidir asertivamente; se suman a indicadores nacionales preocupantes como la disminución de los nacimientos, el cierre de instituciones educativas privadas, la contracción de la matrícula pública, y la preferencia por desplazar el vínculo familiar hacia la tenencia de animales o mascotas.

Incluso en poblaciones escolarizadas que alcanzan niveles educativos medios y superiores sobrevienen las inquietudes por las dinámicas de fracaso e inaplicabilidad de sus saberes en un mundo laboral para el que se sienten inadecuados, y en el que no encuentran condiciones de enganche ocupacional dignificante; lo que instala nuevas preguntas generacionales: ante la idea de dependencia societal, ¿cuál es el peso de la institucionalidad que debe legarse a las nuevas generaciones? O, por lo contrario, ¿hemos de creer y crear un mundo desinstitucionalizado?

No será posible imaginar un mundo sin escuela; ha quedado suficientemente claro en el contexto en el que la pandemia evidenció la enorme potencialidad del magisterio y de la institucionalidad educativa para responder creativamente a retos sistémicos desestructurantes. Pese a los indicadores deficitarios que presagiaban pérdidas acumuladas de escolaridad, las y los maestros y directivas aprendieron a rehacer su trabajo formativo, incluso a contraviento, pese a la inadecuación de los recursos tecnológicos disponibles, cuando no precarios e inservibles, demandando diversificar las oportunidades de gamificación que ayude a contener los efectos de la disparidad tecnológica.

De ahí que nos abrigue una irrefutable certeza: En un mundo en el que todas las otras instituciones han perdido la brújula y andan perdidas, lerdas y desubicadas en las encrucijadas del tiempo presente; las nuevas generaciones cuentan con la escuela, siempre a la búsqueda de hacerse relevante con quienes no pueden crecer para un mañana sin preparación en el hoy, en el que todavía es posible, en medio del cansancio y el desaliento, volver a las aulas para intentar, por todos los medios disponibles, que sujetos nuevos aprendan y se doten de herramientas para vivir, una generación más, su propia vida.

Sobre el Autor: Arleison Arcos Rivas

Arleison Arcos Rivas