Una escuela para la memoria visual
23 de enero de 2025
Por: Arleison Arcos Rivas
¿Cuáles son las condiciones para que resulte posible una escuela para la memoria visual? Si en la reactivación de los sentidos del común, y en la producción colectiva de la historia todos y todas contamos, ¿qué papel pueden jugar la escuela y el magisterio como facilitadores de esa iniciativa dialógica?
Recientes eventos han borrado y reinstalado en las paredes de las principales ciudades de Colombia las posturas de quienes sostienen una enconada disputa por el sentido y significado del espacio público. Mientras hay quien reclama el orden, la limpieza y la impecabilidad de los muros y paredones a ojos de transeúnte, se agitan igualmente quienes los pueblan de imágenes y mensajes cargados con el peso reivindicatorio de la protesta.
Para los primeros, los muros callan y deben permanecer en silencio, aunque curiosamente muchos alientan el espectáculo y la difusión de apuestas visuales en casos en los que sus mensajes favorecen la adaptación acrítica de la ciudadanía, e incluso [como se ha visto en Medellín] en rutas turísticas que hacen apología del narcotraficante Pablo Escobar.
Para los segundos, las paredes sirven como lienzo para proyectar la crítica social y la denuncia pública, especialmente contra la perpetuación de las violencias en nuestras ciudades y pueblos, reclamando la atención del viandante y del gobernante.
A lado y lado, la escritura mural plantea un debate que suele estar marcado por la desigualdad en las posturas gubernamentales y de “la gente de bien” para borrar, tapar, encubrir o censurar, muchas veces a costa del erario [por ejemplo en la acción del irreverente alcalde Federico Gutiérrez]; mientras se sostienen igualmente las desproporciones con quienes apelan a las tapias, tabiques y murallas viales extrapolando la resistencia y la invectiva contra sus vulnerabilidades.
Cuando en las puertas, ventanas y paredes las pintas dibujan la presencia de actores armados y fuerzas desreguladas, se elevan las alertas por amenazas y anuncios de muerte. Si es el estado el que fija en tales espacios sus mensajes, el discurso suele estar moldeado y preimpreso en retablos, pasacalles, pendones y avisos pagados a altos costos a diferentes agencias publicitarias beneficiarias de la jugosa cofradía contractual. Siempre que la gente del común pinta en la calle o tapia sus ilustraciones, los muros gritan del desespero ante la muerte, e incesantemente claman vida.
Unos y otros participan de una poética espacial en la que se confunden el ultimátum, la propaganda y la demanda, soportados en el ajuste visual de las emociones, la sensibilidad, las experiencias y los simbolismos ciudadanos: violencias, apaciguamientos, sanciones, evocaciones, sátiras, sindicaciones, inseguridades; en fin, el conjunto de imaginarios y realidades que demarcan el tamaño de los sueños y frustraciones de una sociedad que reedita la contrariedad y el desencanto de sus extremos.
En reclamo de una esfera pública alternativa, nombres, mensajes cifrados, frases hirientes, expresiones amenazantes, denuncias, paisajes, rostros, pintas, firmas, son expuestos bajo el cobijo del anonimato o tras la identidad intencionalmente enigmática de quienes rompen con la estética aséptica escolar y apelan al muro como espacio de instalación narrativa. En ese contexto, la escuela y el magisterio deberían preocuparse por cultivar la educación poética en quienes también usan los muros y las paredes con un ánimo transgresor y fugaz, generalmente.
Acompañar las expresiones artísticas en la limitada poética espacial de y en la escuela convoca a fomentar la autenticidad en la expresión, tanto como a reconocer la potencialidad significativa y simbólica del orden no convencional; no sólo con los típicos mensajes de una ingenua armonía con la naturaleza, sino con la representación icónica crítica y transformadora, que demanda argumentos tras las representaciones visuales.
Cuando la escuela propone lecturas pictóricas y esgrafías que ornamentan sus espacios, no sólo buscar embellecer paredes. También se desnaturaliza y se contribuye a poner en situación la educación poética y la percepción artística, con el ropaje multicolor o en blanco y negro con el que se recubren o manifiestan las percepciones, las expresiones y las acciones comunicativas en los grafitis y murales propuestos o facilitados para su realización por parte de niños, jóvenes y adultos que la habitan, rompiendo con el monólogo magistral en lo icónico, e instalando nuevas figuraciones dialógicas.
Así, la muralística y la visualidad imaginativa escolar, no sólo aporta a que las y los estudiantes interactúen con los sentidos de la pertenencia en los que se recrean valores y principios institucionales, sino que enseña a transcodificar, alimenta la ensoñación, promueve la interpretación libre, estimula la expresión autónoma, favorece la expresión identitaria y generacional y alienta formas visuales cohesionantes; tiñendo el telón de la historia y de la memoria con los colores de los saberes disciplinares y las experiencias cognitivas que promueven en sus aulas el dimensionamiento generacional de los acontecimientos, problemas y contextos de nuestros problemas y nuestras alternativas.
Así como, en países como el nuestro, la calle también es objeto de disputa en los mensajes que visualizan e ilustran sus diferentes actores en búsqueda de inmutable corrección o perdurable atención, calando sus muros, la escuela aviva diferentes alternativas para que la enseñanza visual imprima contenidos humanizadores en las políticas tras la poética espacial, complejizando el abordaje a las narrativas de la violencia padecida tras el reclamo de garantías por el derecho a la ciudad, y adentrándose en la construcción colectiva de la memoria social a partir de otras narrativas que los muros públicos preservan y promueven.
