Yo me llamo: del entretenimiento a la perversidad visual
09 de noviembre de 2021
Por: Arleison Arcos Rivas
En los tiempos de las autoconvocatorias, ha ganado singular importancia la profusa transmisión, impresión y circulación de opiniones, noticias, ideas, informes, análisis y estudios difundidos por individuos, colectivos, organizaciones, plataformas, redes y cuanta asociatividad poliforme resulte posible de ser registrada hoy. Registros hechos en hilos y entradas en redes sociales, proliferación de fotografías, masificación de transmisiones en vivo, amplificación de programas de opinión y análisis en diferentes formatos y multitud de grabaciones, tan caseras como profesionales; están a la orden del día, para romper con la tradición informativa y la lectura monolítica del entretenimiento televisivo promovido en las cadenas, canales y grandes medios.
En un juego risomático sin precedentes, las cadenas privadas han sido resquebrajadas por la intensa y disímil propagación de fuentes informativas y de esparcimiento que demolieron la dependencia del rating o el incremento de la audiencia a las que obedecen los márgenes de ganancia y los programas en las grandes empresas de entretenimiento e información.
Pese a que se incrementan los clubes de peleas y expertos odiadores, promoviendo como influenciadores incluso a fieros personajes fundamentalistas e intransigentes; a diferencia de los medios convencionales, las redes sociales han generado un mejor espacio para constituir lo público que, al decir de Martín Barbero, ponen de presente la recreación de las formas de convivencia y deliberación ciudadana que se soportan en la plena vigencia de los derechos y libertades.
Sin embargo, unas y otras redes y medios permanecen disponibles a la chabacanería, al comentario ramplón y al tratamiento indignante que raya con la ilicitud.
Así, por ejemplo, el que “Yo Me Llamo”, un programa de Caracol televisión, permita a su rutilante presentadora acercarse con lupa en mano a inspeccionar los órganos genitales de una imitadora participante, para luego burlarse de su identidad sexual, junto a un cantante popular; no sólo es perverso, sino criminal. El hostigamiento orientado a causar daño moral a una persona, y la restricción al pleno ejercicio de sus derechos, constituye un delito de odio tipificado en el artículo 134 A y B del Código Penal y, por lo tanto, no puede simplemente ser transmitido para la mofa y la complacencia masificada.
Aceptar como un simple chascarrillo la funesta ocurrencia de la presentadora de marras, no sólo pervierte el espíritu comunicativo, tal como también ocurre con el gracejo racista, sexista, machista o xenófobo, populares en Colombia. Implica desconocer la función social y educativa obligatoria constitucionalmente para medios que, sin censura alguna, deben aplicar rigurosos códigos de ética y autorregulación en sus producciones.
Aunque la reacción social ha sido tímida, diferentes colectivos por la diversidad sexual y de género han manifestado profundo rechazo a tal actuación denigratoria, sin que hasta ahora haya un pronunciamiento o acción reparadora por parte de esa empresa televisiva. Sorprende incluso la reacción oportunista y timorata de una actriz transexual a la que el hecho no le resulta transfóbico, porque conoce a la presentadora y le ha abierto las puertas de su casa. Con ese mismo talante responden muchas personas que no ven el problema de la supremacía porque ellas no se sienten discriminadas o afirman que les ha ido bien en otros lugares. Tal actitud pichicata, evidencia que entre nosotros las solidaridades se expresan en función de odios y complacencias, antes que en términos de reciprocidad y reconocimiento de las diferencias; como se ha percibido en otros sucesos racistas y xenófobos, igualmente televisados, radiados y publicados en redes.
Más allá del “caso”, queda evidenciado que, ya sea en medio de la selva informativa dispersa o en la concentración de los canales privados, cuesta trabajo reconfigurar los modos de simbolizar la conflictividad humana para que transporte la indignidad, la burla descarada, el sinsentido y el espíritu agónico y pendenciero hacia formas de relacionamiento más armónicas y respetuosas de la diversidad y las diferencias.
Por ello, constituye una tarea fundamental de los agentes culturales, contribuir a subvertir el moldeamiento de la imagen, el formateo de la opinión y la perpetuación de las prácticas e ideologías de odio, en una sociedad que aún no alcanza altos niveles de autonomía y criticidad en sus integrantes; de manera que la plenitud de garantías y derechos para la libre expresión de la personalidad, incluida la orientación e identidad sexual, apliquen para todas y todos los seres humanos.