Nadie es eterno en el mundo
28 de julio de 2022
Por: Arleison Arcos Rivas
Dos de los más importantes cantantes populares fallecieron en los últimos seis meses: Vicente Fernández y Darío Gómez, quienes, indudablemente, alcanzaron la categoría de ídolos e incluso reyes de la ranchera y del despecho. Mientras la arrogancia ilustrada desdeña sus letras y los acordes sencillos de sus canciones, las multitudes corean cada una de sus composiciones con la efervescencia colérica de quien, a punta de trago y grito encendido, cura las heridas del desamor o se enfrenta a sus demonios.
Resulta extraño encontrar estudios y escritos solventados en torno a la música popular. De hecho, no faltará quien pueda considerar antitético el universo de representaciones melómanas analizadas desde diferentes perspectivas académicas, y aquellas armadas en la medida de los versos, generalmente octosílabos, que acompañan desde la más silenciosa melancolía hasta la más escandalosa borrachera. No faltará tampoco quien pase la tusa en la más titánica sobriedad.
Pero no; también se cuentan algunos ensayos y tesis dedicadas al juicioso estudio de las letras de las canciones populares, su machismo frecuente, la afirmación de estereotipos sexistas, la exotización de la figura materna, el sentimentalismo romántico, la hipostasia de lo masculino, las dedicatorias de infidelidad, el dolor de la traición, o la angustia de la malquerencia; considerando que las y los interpretes populares configuran performance musicales que ponen ritmo y verso a las pasiones humanas, básicas unas, exaltadas otras.
Al decir de Mateo Cárdenas, Doctor en Antropología Social, una composición musical constituye una experiencia cultural que recoge experiencias articuladoras “de subjetividades e identidades individuales y colectivas en la medida que provee definiciones de sí, pero a la vez construye afinidades e identificaciones entre sujetos, espacios de socialización comunes e incluso memorias colectivas y códigos propios de determinados grupos sociales”. Cárdenas, dedica su tesis al desglose académico del “Despecho y representaciones de género en la música popular colombiana”,
Las cantinelas, la música de cantina, imponen discursos e interpretaciones en torno a los géneros, las emociones, los sentimientos, las relaciones disfuncionales, las experiencias dolorosas, entre otras; cuyos contenidos y sonoridades incorporan rutinas reproductoras de clichés que configuran un orden simbólico en el que las relaciones humanas no pasan por las decantaciones analíticas y teóricas sino por los modos en los que lo popular constituye un género descriptivo y narrativo en sí mismo, que circula de bar en bar, en las calles del amor y el desamor, suena en camiones y vehículos de transporte urbano,
Para muchas y muchos, la música de despecho es masiva, ordinaria y aguardientera, con lo que se afirma su carácter plebeyo. Sin embargo, las generaciones jóvenes y de nuevos profesionales han resituado sus armonías en recintos contemporáneos de baile, espacios laborales, sitios de veraneo y esparcimiento, bares de karaoke y conciertos en los que sus acordes se confunden con los de cualquiera otra expresión interpretativa alicorada dedicada a la renuncia, a la negación, a la elección, a la prédica del dolor, o a la tiranía del amor y del desencanto.
Afirmar que la música popular es maleva, pechera y vasalla, tan sólo evidencia el arribismo en la imposición del gusto y del consumo cultural, tal como ocurre en otros ámbitos musicales. Los ritmos populares también se escuchan, y con bastante frecuencia, desde los balcones y terrazas de los estratos enconados, o en despachos y yates de prestantes personalidades, con quienes se codean muchos de los viejos y nuevos cultores del despecho.
Quien consume música popular, la asume como un fermento de los ardores y un escape en los que no se sabe qué hacer con la tristeza o con la traga, la maldita traga que se quiere ahogar a punta de licor. A falta de otros servicios y lavativas, beber se convierte en un tratamiento liberador y terapéutico, tan socorrido como otros en los que la sanación de los arranques pasionales llega por las técnicas curativas alimentadas tras los discursos psicoanalíticos o la sedación.
De hecho, antes que sanar el dolor, la libación despechada insiste en lamer la herida, en contemplarla e incluso en abrirla y celebrarla, abiertamente y en público, con el coro furibundo de quienes también padecen desamores, nuevos o de viejo cuño. Lo sabrá quien pueda, si en ello hay un reto analítico todavía inexplorado, en medio del daño y la depravación que también se oculta entre letra y letra.
Sin endiosamiento de sus figuras, puede aceptarse que la música popular cubre un espectro supra exaltado de la significación de la vida y sus mundos, en el que cada letra acompaña situaciones y momentos escritos, más que sobre papel y con lápiz, “con la tinta de mi sangre”, como lo consignara Juan Arias en uno de sus libros.
En la música popular también abundan los cantos mortuorios dedicados al padre, a la madre, a la hija, al hermano; e incluso a reflexionar sobre la propia muerte y la despedida en el último adiós de este mundo. Cantos que nos recuerdan, entre llanto y reclamo de fiesta y flores, que somos finitos, y que nadie es eterno en el mundo, como los imperecederos Vicente Fernández y Darío Gómez.