La tarea
Por: Arleison Arcos Rivas
Las opiniones del maestro sindicalista Nelson Alarcón dejaron al borde de la conmoción a los medios privados y oficiosos, cuya diligencia en la escandalización de las posturas de actores de izquierda y alternativos les lleva al paroxismo frente a lo evidente: ¡toda huelga o paro tiene causas, efectos y consecuencias políticas y electorales! En el informe de tales periodistas y medios, el que un dirigente magisterial plantee que las acciones de movilización y negociación sostenidas por diferentes sectores y desoídas por el gobierno desde 2019, apuntan “a 2022, para derrotar al Centro Democrático”, devela los verdaderos intereses del paro.
Dicho por la Corte Constitucional, la huelga es “un medio para la solución pacífica de conflictos colectivos laborales”; mucho más cuando una convocatoria a paro nacional involucra a diferentes generaciones, sectores poblacionales, procesos sociales, formas organizativas y grupos étnicos activados para expresar su descontento con la conducción gubernamental de los asuntos públicos.
Semejante exabrupto mediático, entonces, hay que seccionarlo y desmontarlo íntegramente:
El oficio de la ciudadanía
Una democracia es la confluencia de diferentes sectores pretendidamente articuladores de un demos capaz de gobernarse por sí mismo o por sus representantes. Demos, entendido generalmente como pueblo, hoy suele referirse a la algarabía variopinta y multitudinaria recogida en la categoría ciudadanía, que no se gobierna a sí misma, sino que resulta administrada por un gobierno electo que regenta diferentes mundos de la vida pública e incluso de los asuntos privados que saltan a lo público, se politizan y adquieren valor jurídico colectivo.
Así, la instrumentalización burocrática del demos ha pasado a concentrarse en la administración gubernamental de la ciudadanía y los asuntos que resultan públicos, rediseñando los ideales de la democracia en los propósitos e instituciones de la república. Tal reducción importa a la discusión de la teoría política y constitucional en lo que vaya a ser el siglo XXI.
Por lo pronto y, mientras se reconfigura el mapa de las teorías políticas para comprender este milenio huérfano, puede afirmarse que la política es la actividad que vincula a la ciudadanía y a la administración pública con las finalidades y expectativas mandatorias que configuran el vivir juntos, pese a la promoción de la fragmentación, el aislamiento y el individualismo consumista contemporáneo.
El oficio de la ciudadanía entonces no sólo es demandar acciones de y ante la administración. Tampoco se reduce a votar a quienes se presentan para ejercer las funciones investidas de la autoridad administrativa y legislativa. Cada vez más, el fundamento constitucional del control y la regulación a las figuras gubernamentales se amplía, intentando devolver el poder a la gente, delegando en comités y espacios deliberantes y participativos la orientación de las acciones públicas y consolidando la comprensión del proceso electoral como un escenario multitudinario de expresión ciudadana.
Tal comprensión densa de la sociedad política incorpora al demos nociones de pueblo, etnia, colectivo, asociación, entre otras, que ganan implicaciones jurídicas frente al individuo republicano y liberal, ensanchando las fronteras de la ciudadanía y sus reivindicaciones; consolidado las distintas generaciones de derechos incorporadas en los sistemas políticos contemporáneos que dan sentido al Estado Social y Democrático de Derecho.
La formación política
En tal escenario de deliberación ampliada y pretendidamente decisoria, deberíamos contar con sujetos suficientemente informados para opinar y participar de una elección consciente y activa. La escuela y los diferentes instrumentos sociales de información, divulgación y formación deberían coincidir en la provocación de la opinión autónoma, crítica y sopesada, que permita a cada niño, niña, joven y adulto hacerse ciudadano; esto es, activarse para la toma de decisiones públicas, para su conteo como sujeto elector e incluso como partícipe de las opciones elegibles en partidos, movimientos, coaliciones o expresiones organizativas.
Si el juego político de la democracia puede ser más que una ilusión, sería posible a consecuencia de romper con la irresponsabilidad representativa y la arrogancia de la burocracia profesional, para ascender al debate y la discusión con la gente, individuada, agrupada y diferenciada; cuyas vidas y voces importan en la determinación de lo social, económica y culturalmente relevante.
A la gente no hay que convocarla a reunirse para desgastar el juego participativo en la escucha pasiva. Muy por lo contrario, superando la vieja institucionalidad de los expertos, los escenarios que demanda la ciudadanía hoy apuntan a hacer posibles formas híbridas de autogobierno relacionadas con la priorización de las necesidades cercanas, el diseño del desarrollo local, la definición pública de los presupuestos y el agendamiento participativo de lo socialmente relevante; contando con el concurso de los administradores de las ciudades y del gobierno estatal.
Por ello, la tarea de formación política de la ciudadanía requiere medios informativos e instrumentos comunicativos serios que, más allá del acaloramiento fetichista e idolatrante, y de la vergonzosa instrumentalización, apuntalen prácticas educativas asociadas a la búsqueda y selección de fuentes que contribuyan a la formación de la opinión, el examen y el dictamen a propia voz, correspondientes con la formación política para la deliberación pública y la incidencia en la gestión gubernamental.
El lugar de la oposición
Antes que promover la homogeneidad, el consentimiento pasivo y el odio a lo diferente o alternativo, una sociedad democrática debería expresar un claro compromiso con la proliferación y amplificación de las diferentes voces articuladoras del demos; de modo que el peso de la atomización y la indiferencia disminuya frente a la potencia de la participación y el compromiso. Aunque parezca contradictorio en la actual sociedad de los individuos, la construcción del común implica socavar las bases de la singularización y la fragmentación que ahondan la crisis de las democracias.
El quiebre democrático resulta peor aún si, desde las mesas de redacción, se confecciona la inquina y animadversión contra quienes enarbolan opciones electorales disidentes y alternativas políticas por fuera del molde tradicionalista.
En países como Colombia, el ataque a la oposición ha configurado un escenario pavoroso en el que el perfilamiento, la sindicación, el señalamiento amenazante, la desaparición, los atentados y la muerte consolidan el portafolio demencial con el que se ha estigmatizado y exterminado a buena parte de quienes asumieron la osadía de encarnar y representar iniciativas que dieran voz e incluso ganaran votos para la aspiración de cambios y transformaciones sociales profundas.
De hecho, la ritualización de la muerte en un país en el que a la explosión social se contesta con tiros de fusil y disparos “no letales” que terminan asesinando y lesionando de manera permanente a centenares de manifestantes, constituye una evidencia insostenible de los desafueros con los que medios, sectores corporativos, fuerzas gubernamentales y administraciones públicas se han confabulado para socavar toda garantía y protección de las diferencias expresadas en la contienda política y electoral.
Si aspiramos a que Colombia tenga “una segunda oportunidad sobre la tierra”, o tal vez la primera; resulta urgente dejar de satanizar la expresión política de las diferencias para asumir el desafío ciudadano e institucional de ahondar en la confección de lo común como asunto de la democracia. Ahí está la tarea.