26 de septiembre de 2024
Por: Arleison Arcos Rivas
La paz total, promesa que parecía viable para nuestra nación, se hizo imposible. Siendo uno de los temas con mayor recurrencia en la escritura de varios articulistas de DIÁSPORA.com.co, nos duele la profunda herida que los hechos recientes del ELN genera, ojalá no implique el desmonte de tamaña iniciativa, pese a su necesario replanteamiento, pensando en el mayor bien para el pueblo afrodescendiente en Colombia.
Un país con violencias crecientes
Crecimos en el fragor de un conflicto armado prolongado y desregularizado como el colombiano, cuya estela de casi seis décadas ha terminado por naturalizar la guerra y consolidar la idea de un país que, en fondo y apariencia, se habría aclimatado al calor de las batallas. Por eso, tras los conteos de cinco ceros con los que se suma el nutrido acumulado de la guerra; los titulares de prensa parecieran dibujar una única fuente y un único has de problemas para caracterizar la pugnacidad colombiana, ignorando otras manifestaciones de enfrentamiento, guerra y violencia tan o más enconadas que aquellas dibujadas en los colores del conflicto armado.
En ese escenario, luego de algunas negociaciones exitosas y muchas intentonas frustradas, resultó inusitado un acuerdo final para la terminación del conflicto pactado entre el Estado y las FARC, que permitiera adentrarse en un orden de prioridades en el que la tramitación negociada del conflicto armado aparece como la estrategia propicia para desarticular los “ordenes violentos” que han hecho de la guerra un buen negocio; tan rentable que pudo sostenerse a su galope un cúmulo de desigualdades tan socialmente manifiestas como institucionalmente encubiertas, gracias al efecto miope de su prolongación.
Sin embargo, pese a lo portentoso del acuerdo alcanzado, la propiedad de la tierra, la apropiación exclusivista del poder, la concentración de la representación política, la acumulación particularista de la riqueza socialmente construida, el levantamiento de fronteras y talanqueras para la dignificación humana y el ascenso social, el reconocimiento y trato digno a los pueblos étnicos, entre las más protuberantes; figuran en la lista de pendientes notoriamente aplazados en la configuración de la nación colombiana y sus procesos de centralización y acrecentamiento de la desproporción económica, política, social y cultural, cuyo impacto resulta devastador para públicos específicos, especialmente en regiones y territorios altamente representados en indicadores de inequidad, desprotección y vulnerabilidad.
La naturalización del desespero
El balance de medio siglo de guerra en Colombia no sólo es deficitario sino calamitoso. La prolongación irracional de un conflicto irresoluble por las armas y el acumulado de muertes sin sentido en todas las orillas de la confrontación, han hecho que perdiéramos de vista la gravedad con la que se expresa la bancarrota humanitaria y sus serias afectaciones sobre la población civil, el desarraigo inmisericorde de millones de afrodescendientes, indígenas y campesinos, el desplazamiento creciente en barrios urbanos, la proliferación de pequeños y grandes señores de la guerra, la insufrible reproducción de empresarios de la muerte, la instalación de un exuberante portafolio de violencias, iniquidades, matanzas y afrentas a la seguridad personal; sumadas al grave deterioro ambiental, territorial y cultural, que registran el apremio para que nos decidamos a abandonar el callejón sin salida que ha significado la guerra, de modo que se hagan visibles y manifiestos los otros conflictos acallados por el bullerío bélico.
Nada más que eso representó el denominado “estallido social” con su honda carga de manifestaciones, bloqueos, reclamos y denuncias que llevaron a la calle a medio país desesperado y desesperanzado por el cúmulo de injusticias y desigualdades, a millones de jóvenes desempleados y con pocas posibilidades de trayectorias educativas completas, y a pueblos, organizaciones, sectores y colectivos activados contra la inercia de las instituciones, la voracidad de las corporaciones, y el abuso cómplice del Congreso y los partidos políticos convencionales.
Para superar tal bloqueo sistémico, será necesario desenmascarar las fuerzas que hacen posible la escandalosa desproporción que limita e impide para buena parte de las y los afrodescendientes el disfrute de oportunidades reales para el mejoramiento de su bienestar.
Desenmascarar el conflicto étnico racializado
Bajo las cifras criminales y demenciales de la guerra, firmemente documentadas en los informes de la Comisión de la verdad; cabe la posibilidad de que queden desarmadas las estrategias de contención violenta de cualquier otro tipo de conflicto, con las que elites económicas funcionando como señoras y señores de la guerra instalaron persistentemente procesos de desplazamiento y desarraigo, apropiación territorial, concentración productiva, extracción extensiva y exclusivista, borramiento de las alternativas políticas emergentes y el silenciamiento a muerte de las voces disidentes.
En Colombia nos encontramos ante el aplazamiento del posconflicto étnico. Desde los tiempos de la lucha por la autonomía de España, el trámite de las tensiones raciales y étnicas se encuentra aplazado bajo el miedo de Bolívar a la pardocracia por la que fueron víctimas de asesinato selectivo los principales artífices de la independencia, que pudieran enarbolar exitosamente banderas reivindicativas de contenido étnico y emprender una “guerra racial” victoriosa al estilo de Haití.
Dos siglos hacia adelante, en lo que respecta a las y los afrodescendientes, arribar al posconflicto bélico resultará mucho más exigente; seguramente porque el cese de la guerra nos haría ver la intensidad con la que, en campos y ciudades, se configura el desaire de las elites, así como el histórico padecimiento e indefensión institucional.
Las lamentables estadísticas de desarraigo – producto del ímpetu con el que actores armados han vulnerado la defensa del territorio ancestral para favorecer a los señores de la tierra [es decir, los de la guerra], tendrán que sumarse a las cifras calamitosas que evidencian el desamparo, la desprotección y la injusticia acrecentándose contra quienes portan sobre sí no solamente las marcas de la guerra sino también los vestigios de la esclavización, desinstalada legalmente y aun así operando social e institucionalmente en imaginarios y prácticas exclusivistas que contribuyen a concentrar la representación de las y los afrodescendientes entre los más desterritorializados, pobres, desescolarizados, enfermos, desempleados, vulnerables, victimizados y desatendidos por el Estado.
Más allá de los acuerdos con las FARC, que resultaban necesarios, imperiosos e inaplazables, tanto o más que con el desesperante ELN y otras facciones armadas que todavía persisten en presentarse como adalides de la contienda bélica; habrá que seguir denunciando y retando la capacidad de silenciamiento violento de quienes han promovido la rapiña, voracidad, muerte y desarraigo tras la apropiación ilegal y criminal del territorio, los recursos y las riquezas de los pueblos indígenas y afrodescendientes.
Perseverar en la senda del poderazgo afrodescendiente
Cuando la paz total resulte posible, enfrentar con éxito el transito étnico hacia el posconflicto implicará necesariamente reacondicionar los actuales procesos organizativos, incapaces como se muestran de movilizar con amplia significación política y electoral a un colectivo identitario preparado y activo para provocar la gestión eficaz de las demandas acumuladas por siglos sobre la espalda de las y los descendientes de África en el país.
Cuando la paz total resulte posible, tendrán que revisarse en serio, como propone Melquiseded Blandón, los procesos de construcción, auge y crisis de las articulaciones e iniciativas organizativas del pueblo afrodescendiente; pues resulta cada vez más claro que su obsolescencia expresada en la desvinculación entre lo rural-litoral-isleño-palenquero-urbano y en la perpetuación de liderazgos afincados en el personalismo, la apropiación indecorosa y la connivencia con los administradores del oprobio, impide entender, enfrentar y combatir las dinámicas de poder, acumulación y fraccionamiento en un país de cuantiosas riquezas en el que, bajo un trazo de larga duración, el depoderamiento y la desigualdad étnica ha sido masiva y persistentemente sostenida e institucionalizada.
Cuando la paz total resulte posible, será necesario igualmente desentrañar los resortes de la dominación política [a la que figuras como Francia Márquez les inquina] y la concentración económica oligopólica que condenan a muchas y muchos a la prisión de la ignorancia, la miseria y la indignidad, alimentadas a fuerza de su no participación en el reparto de la riqueza que han contribuido a producir. Contra su querer y bienestar, persisten cadenas del subdesarrollo y la desapropiación que siguen sosteniendo prácticas de marginalización de los beneficios del poder.
Cuando la paz total resulte posible, ofuscada hoy bajo la estela de los megaproyectos inconsultos, las prácticas de depredación económica, la producción extractiva y el agotamiento de los recursos que ponen en riesgo la perpetuación de la vida autónoma conquistada tras siglos de presencia, existencia y reexistencia identitaria de quienes; entenderemos que, pese al persistente desarraigo y a las ráfagas de las balas mortales, las y los afrodescendientes se aferran con pies firmes sobre el territorio ancestral y los disputados escenarios de vida en las ciudades, para seguir llamándose, valerosamente, renacientes.
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