El comunismo también es una mierda
22 de julio de 2021
Por: Arleison Arcos Rivas
El comunismo también es una mierda, tan molesta, pegajosa, maloliente y deleznable como el capitalismo. La imposibilidad de estos dos modelos estructuradores de una sociedad centrada en el diseño económico de la vida no sólo deja un resultado histórico despreciable sino, además, una manifiesta incapacidad para considerar mejores alternativas que acompañen la orfandad política de los tiempos corrientes.
No porque lo diga una figura del espectáculo, el comunismo es una mierda. Tampoco porque muchas otras voces hayan adjetivado de manera tan excremental sobre su concepción del mundo, el capitalismo ha podido limpiar su mal olor. De hecho, con la gritería emocionada y las muy publicitadas fotografías y videos de la gente derrumbando el muro de Berlín, celebrando la instalación de un McDonald’s en la plaza Pushkin o derribando estatuas de Lenin y Marx, no sobrevino la tierra prometida de abundancia, autonomía y libertad con la que venden por el orbe entero al capitalismo imperante.
Trabajo precario y desregulado, consumo habituado en función de la disponibilidad de ingresos, afán de lucro antes que interés colectivo y competencia ventajosa contra toda forma de solidaridad, se han confirmado como invariantes del modelo de capitales que se sostiene a costa de radicalizar las desigualdades, tolerando la pobreza, marginalidad y miseria de amplios sectores poblacionales que anhelan los altos niveles de bienestar del que disfrutan aquellos que han convertido el lujo y el derroche de la riqueza en un espectáculo televisivo y en una función exhibicionista en las redes sociales y mediáticas.
Del otro lado de las ideologías, al comunismo se lo presenta en occidente como la antesala del infierno, empedrado por las buenas intenciones de igualdad, fraternidad y justicia, administrada de modo diabólico por una clase proletaria o un partido totalizador, que pretende planificar la producción y eliminar la lucha histórica entre quienes trabajan y los que se apropian de la riqueza producida acabando con la propiedad privada, pero apenas si logra distribuir en condiciones precarias la pobreza, equitativamente. Semejante caricatura aun hoy constituye la base de la declaratoria anticomunista en buena parte de las y los opinadores, oficiosos en defender un modelo de capitales que hace aguas; del que, con sorna, se celebra la defensa de “esa libertad que permite que ricos y pobres duerman tranquilos bajos los mismos puentes”.
El abismo en las narrativas respecto de la autonomía, la voluntad y la configuración de los mercados ha generado tensiones entre quienes, en la práctica política real y situada, enfrentan los dilemas de la individualización vs. la colectivización, la planificación vs. la apertura, el internacionalismo vs. el libre comercio mundial, la alineación vs. los no alineados, la disponibilidad de productos vs. la producción de bienes primarios; e incluso la prosperidad enfrentada a la perdurabilidad en la vigencia de cada régimen.
En el abismo insondable, han crecido teorías del fin de la historia, del adiós a los megarrelatos, del ocaso del hombre nuevo, con las que se canta la victoria del capitalismo, incluso ajustando como procapitalistas los exitosos socialismos existentes, tanto en países de alta concentración del poder político como en aquellas sociedades abiertas que cuentan con fuertes sistemas de bienestar.
Más allá de la defensa de uno u otro régimen, a la política situada le interesa la generación y ampliación de las condiciones reales para el disfrute del bienestar. Son estas esferas de la justicia convertidas en fronteras del bienestar las que efectivamente importan. ¿De qué sirve una postura declarativa del comunismo o del capitalismo si no representan salud garantizada, educación ampliada, aseguramiento vital, protección contra las contingencias y dignificación de la existencia? ¿Acaso no han sido las democracias declaradas capitalistas, fuertes represoras de las libertades, especialmente las vinculadas a la expresión de la protesta, la demanda de apertura política y el rechazo a toda forma de opresión? ¿No han sido las repúblicas presidencialistas tan totalitarias, y dictatoriales como los regímenes absolutistas tildados de comunistas? ¿Las mediciones de los diferentes índices evidencian con certidumbre que un régimen de capital reparte bienestar de mejor manera que otro planificador? ¿No vemos con frecuencia países capitalistas demandando y exhibiendo la arrogancia del estado fuerte por encima de la garantía societaria de igualdad?
Capitalismo y comunismo han fracasado en la consolidación del autogobierno y en el afianzamiento de sus promesas de convertirse en una alternativa sistémica que asegure el reparto equitativo de los bienes terrenales, fomente la libertad y autonomía humana y consolide la solidaridad y la cooperación como sustento de las relaciones sociales.
En el terreno político los regímenes existentes evidencian la marcada concentración del poder en manos de cuerpos sociales hegemónicos, sean estos los miembros del partido o las castas históricamente gobernantes. Ni los regímenes articuladores del modelo de capital han favorecido el gobierno directo del pueblo, ni las naciones animadas por el ideal socialista han consolidado dictaduras del proletariado.
Ambos regímenes han privilegiado, además, el bienestar de la economía frente a la satisfacción de la igualdad del pueblo. De un lado se fortalecen comercios y mercados que agitan el interés especulativo incluso contra el bienestar de naciones enteras; mientras del otro se administra una economía lo más robusta posible, sin que ello logre necesariamente el aseguramiento y la prosperidad de las mayorías.
El dilema no es entre capitalismo y comunismo. Como vemos, el capitalismo puede prosperar incluso en naciones con expresiones de poder fuertemente concentradas en colectividades políticas unitarias, de la misma manera como sobrevive en sociedades promotoras de intereses corporativos crecidos al margen de la buena ventura popular. El problema es garantizar bienestar para las mayorías. Ni siquiera cuando en occidente los organismos multilaterales han estimulado el avance en objetivos de desarrollo sostenible, ha resultado posible romper con la tradición de avaricia y apropiación acumulativa que el modelo desigual de capitales fomenta, generando riquezas astronómicas al mismo tiempo que se perpetúa la hambruna, el desabastecimiento y la precariedad, de manera creciente.
Al inicio de la tercera década del siglo XXI, la fragilidad de la vida y la tenacidad de la muerte siguen evidenciando la ausencia del pensamiento crítico y creativo capaz de reinventarse las alternativas políticas que den sentido a nuestro tiempo.