Urge la controversia sin belicosidad
Urge redescubrir el sentido de la política, en un país como Colombia, en el que las múltiples formas de violencia implementadas han distorsionado la vida social y política, enrareciendo el peso decisional de las tendencias contendientes, tanto como han cimentado sectores de opinión beligerantes e intransigentes.
Más allá de la distinción tradicional entre amigos y enemigos que ocupó el pensamiento agonista de Carl Smith, las sociedades pretendidamente democráticas han buscado fórmulas y procedimientos que afiancen el estar juntos, al tiempo que se proponen garantizar la singularidad y diversidad de quienes emprenden disidencias, sin que por ello se les impongan coacciones o coerciones.
Es en este contexto en el que las posturas opositoras alcanzan a ser percibidas como parte del juego interactivo en el que, en unas se es mayoría y gobernante, mientras en otras emerge la potencialidad de obrar con libertad divergente o alternativa; entendiendo que el juego implica la transitividad de las mayorías y las minorías.
En un país obtuso como el nuestro, en el que cualquier teoría política corre el riesgo de develar sus límites hasta romperlos, la dinámica social de abierta confrontación dialógica suele verse bloqueada por llamados al unanimismo en los que toda postura disidente y toda práctica de disenso es sojuzgada y etiquetada bajo los términos bélicos que convierten al contrario en combatiente.
De hecho, buena parte de la tragedia del país dibuja el mapa de escenarios bélicos en el que comunidades enteras fueron convertidas en parte beligerante, producto del sostenimiento de la guerra como única alternativa de resolución de conflicto, sin posibilidad alguna para reconocerse por fuera de los avatares de la guerra. Como demuestran las audiencias de reconocimiento, el sometimiento a la deshumanización del otro naturalizó toda forma de terror implementada en su desplazamiento, persecución, sometimiento, tortura y muerte, implicando el actuar y connivencia de actores institucionales y corporativos.
En un contexto desregulado, en medio de nuestra pelotera armada, generalizada y multicriminal, en campos y ciudades ha crecido igualmente la efervescencia que tilda como insurgente y beligerante a quienes buscan, a tientas, situarse fuera de la guerra, en el lugar de las palabras.
Sin lograrlo, nuestro lenguaje mediático, público, corporativo, partidista y ciudadano reproduce las dinámicas guerreras en las que la animosidad se extiende de manera absoluta a la imaginación del otro; extrapolando malquerencias, incendiando animadversiones, elevando las tensiones y exasperándose, unos contra otros, hasta el tormento y la malignidad.
La monstruosidad crece, desdibujando lo dicho, transmutando y automatizando las respuestas cotidianas de odiadores anónimos disfrazados de opinadores en redes sociales, políticos y funcionarios en ojeriza anti izquierdista, seguidores del partido de gobierno que no conceden media a quienes osan cuestionar o incluso criticar al presidente, instigadores de oficio empecinados en la acérrima apología a un expresidente condenado, gobernadores y alcaldes en tiradera constante contra el ejecutivo, medios corporativo promotores de mentiras, embustes y entrampamientos… y la lista continúa, sin que nos veamos impelidos a poner en práctica una ética del disenso que nos permita tramitar el conflicto sin convertirlo en una carnicería sempiterna.
Contra la mediación reflexiva se acumulan los daños, crecen monstruos gigantes y pierde toda forma de institucionalidad respetuosa del oficio de la ciudadanía, del respeto a las autoridades públicas, de compromiso con la palabra, de solvencia en las valoraciones, de justicia en las decisiones de las magistraturas públicas y de las altas cortes.
La monstruosidad se normaliza, se institucionaliza, se vuelve paisaje, y se escenifica una coreografía de agravios en la que se traiciona el pensamiento crítico, se ofusca la diferencia, y la divergencia constituye una amenaza; representando el agotamiento del espacio público.
Contra la proyección de las palabras como campo de batalla, urge restituir el peso potencial de la política contra el espectáculo de hostilidad y la trivialidad. Urge inaugurar o reinstalar el diálogo consciente y creativo que, insisto, no lleve a identificar y considerar las diferencias sin convertirlas en amenazas.
Nos debemos un país en el que “sean más claros los caminos y brillen más las vidas que las armas”, y cada ciudadana y ciudadano “pueda andar por las aldeas y los pueblos sin ángel de la guarda”. Un país así, podría resultar posible habilitando el disenso como un servicio público transformador, y no como fractura social irreconciliable.
Un país así, para que el porvenir pueda resultar posible desde hoy, construido más allá del ruido ensordecedor y la ferocidad de los monstruos, requiere que “el pueblo se encuentre y con sus manos teja él mismo sus sueños y su manta”, como escribiera el poeta Castro Saavedra.
Si la política tiene sentido en la controversia y no en la belicosidad, ya va siendo hora de caminar por senderos colectivamente protegidos, cultivando el desacuerdo sin bloqueos ni eliminaciones, encendiendo la tea de la dignidad como costumbre pública y compromiso con el respeto al otro, con la reimaginación simbólica, con la discursividad articuladora que se atreve a imaginar horizontes comunes.
Urge redescubrir el sentido de la política.