Soberanía alimentaria
El Estado colombiano invierte cerca de 10 billones de pesos anuales en provisión de comida para varios sectores de la nación. Los programas de primera infancia y los escolares, las fuerzas militares y la población carcelaria; y en menor medida, la asistencia social, comunitaria o de emergencia a poblaciones empobrecidas y necesitadas hacen que la distribución de alimentos sea uno de los principales cometidos de la institucionalidad para garantizar derechos.
Este hecho sería suficiente para que los productores de alimentos nacionales tuvieran asegurada su existencia económica, y no dependieran en absoluto de programas asistencialistas del Estado. Sin embargo, en uno de los mayores hechos de incoherencia institucional, y como si los alimentos tuvieran origen en las estanterías de las grandes superficies, el Estado compra la mayor parte de la comida a estas empresas, en vez de a los campesinos que son quienes la producen.
Buena parte del negocio se establece entre el Estado y las tiendas de grandes superficies, y configura una innecesaria intermediación en la que el productor de alimentos es pauperizado y excluido. Las compras a campesinos o productores locales quedan reducidas a una marginalidad del negocio, cuando debieran ser la fuente exclusiva en un país que, como Colombia, pudiera ser autosuficiente en materia de seguridad alimentaria.
Un claro ejemplo es el Programa de Alimentación Escolar que gestiona la Unidad Administrativa Especial de Alimentación Escolar (UAPA), en el que se invierten anualmente cerca de dos billones de pesos al año; de esos recursos que benefician de manera directa a más de 3.5 millones de estudiantes, por ley, tan solo el 30% se compra a productores locales. Que, en la mayoría de los casos, son intermediados por pulpos comercializadores que se quedan con buena parte de las ganancias de un negocio, que para el campesino termina siendo leonino.
Lo cierto, es que con los recursos públicos para comprar comida se están beneficiando en negocios millonarios empresas de grandes superficies nacionales y foráneas, que no producen alimentos. Lo cual no sería contradictorio ni relevante, si el campesinado en Colombia, por millones, no estuviera en condiciones de extrema exclusión y empobrecimiento. Una decisión política básica para cualquier gobierno que tenga como consigna la justicia social sería comprarle de manera directa a las asociaciones campesinas, consejos comunitarios de comunidades negras, cabildos y resguardos indígenas y a productores locales la comida para garantizar los derechos de las poblaciones que el Estado debe alimentar.
Lo marginal en el negocio debería ser la compra a grandes superficies. La adquisición de alimentos foráneos que no hacen parte de la canasta alimentaria básica de los territorios. En ese sentido, hablar de abrirle mercados extranjeros a la producción local es un contrasentido, cuando internamente están cerrados por privilegiar a poderosas tiendas comercializadoras de alimentos que no dignifican al productor local, y que en muchos casos, se apropian de su producto empaquetándolo con marcas propias para excluirlo del negocio.
El Estado debería comprarle los alimentos a quien los produce. Esta transformación debe constituirse en un propósito nacional; que, dicho sea de paso, materializaría la seguridad alimentaria que tanto cacarean desde la institucionalidad. Fortalecer al campesinado en un país con vocación agrícola es un acto político que le quitaría la incidencia a las élites y pondría la soberanía de las decisiones políticas en el Pueblo empoderado económicamente.
