Reconfiguración ética y estructural del pacto democrático
Las transformaciones políticas que requiere Colombia no dan espera. A la sumatoria de desgracias asociadas al clásico bipartidismo que por mucho tiempo alimentó las violencias en el país, se junta ahora la atomización en una infinidad de fuerzas electorales que, antes que novedad y diversidad en la paleta de las opciones en contienda, enrarece la atmosfera política.
El siglo avanza a tientas buscando la estatura de la ciudadanía, con el agravante de que las supuestas redes sociales, contrario a su nombre, han fortalecido la polarización, desestimado la misionalidad ilustrada de la educación cívica y desperfilado a los opinadores informados.
Sin partidos sólidamente afincados en el rigor de sus estatutos, y con opinadores despistados que se acaloran mucho más de lo consideran las bondades y flaquezas de las posturas en confrontación, se agiganta la fragmentación como medida de los tiempos que vivimos.
Entre mandatarios anodinos y coléricos, guerras internacionales prolongadas hasta el cansancio y genocidios transmitidos en vivo y en directo, el desconcierto político refleja un patético escenario cargado de actores que reeditan el libreto de una obra desgastada, sin fondo y sin contenido; dejando la sensación de que asistimos cotidianamente al teatro del horror y la penuria imperante.
Con una escenografía decadente, prolifera la vacuidad en los discursos oficiales, tornándose en meras simulaciones etéreas y huecas; meras palabras repetidas hasta la náusea por funcionarios y representantes electos, que confunden la gobernanza con un espectáculo o una lastimera puesta en escena.
Entre aplausos prefabricados, escándalos que se acallan con la fugacidad de la inmediatez, la ciudadanía sigue desdibujada, prisionera de situaciones deshumanizadoras que se normalizan entre saludos y despedidas. La ciudadanía, que se supone activa y movilizada, se contempla en un espejo roto, atrapada entre la apatía y la indignación expresada en insulsos likes de las entradas y mensajes retuiteados o compartidos sin siquiera leerlos.
Mientras se normaliza la deshumanización, las instituciones y organismos multilaterales, gestadas como garantes de justicia, se convierten en el telón de fondo para la impunidad y la patética contemplación. El letargo de la crítica convierte la voz singular en mera opinión, y la postura colectiva se reduce a un murmullo marginal sin vocación transformadora.
Colombia y el mundo entero se nos dibujan como una tragicomedia sin resolución dramática, sin potencialidad para negociar el cambio, o con resistencias tan perdurables y cristalizadas que exasperan.
¿Cabe entonces la posibilidad para la utopía? Sin emociones vacías ni romanticismos anacrónicos, dibujar las respuestas del tiempo presente requiere mejorar nuestras habilidades para negociar y pactar el contenido del futuro.
En los próximos meses, el mundo deberá encontrar una ruta dignificante que nos lleve a asumir con coraje la tarea de reinventarnos desde la raíz la humanidad. Gaza, Ucrania, Sudán, Congo evidencian la bancarrota de toda ética de la diferencia.
Deberemos igualmente sanar nuestras heridas sin maquillarlas ni relamerlas compulsivamente. El mundo requiere una decidida apuesta por la justicia, y el reacomodo de la capacidad de redistribuir los acumulados de bienestar.
En Colombia necesitamos convertir el sufrimiento en dignidad, transmutar la fractura social en horizonte compartido, transformando el desencanto en fuerza colectiva movilizadora.
Las segundas oportunidades se construyen, se defienden y se celebran, anteponiendo lo común a toda otra invectiva. Resignificando lo que hemos sido, cada gesto de reparación, cada palabra dignificante, cada impulso comunitario ha de servirnos para provocar mayores entendimientos, mejorando las maneras como enfrentamos nuestros conflictos.
Ante la inminente carrera electoral que ya se anuncia, construir el porvenir debería cobrar mayor significación e importancia en cada toldo partidista, coalición y convergencia que haya de levantarse. Seguir sembrando odios, confrontaciones resquebrajaduras y desequilibrios no tiene sentido ni nos asegura la corrección de nuestro rumbo como sociedad.
Con este panorama, mientras ocurre en el mundo una urgente reconfiguración ética y estructural del pacto democrático que restituya sentido a las Naciones Unidas, Colombia está ante la oportunidad de acordar, entre todas las fuerzas políticas que ya anuncian sus campañas, consultas, precandidaturas y candidaturas, un mapa para el trasegar sin violencias.
Es menester darle coherencia a la disputa de lo público. Para ello requerimos eliminar la lógica de apropiación y reparto clientelar del estado. Se impone desbloquear la fragmentación fanática y polarizada. Precisamos convocarnos en la tarea de gestar una ciudadanía crítica. Deponer el sectarismo, incluso dentro de la propia corriente política, reclama tránsitos dialógicos y respetuosos de las disidencias y de nuestras diferencias.
Sin más preámbulos ni dilaciones, si ello requiere una nueva y armoniosa constitución, bienvenidas sean las propuestas que le den coherencia a tal convocatoria.
