Arrullando cinco flores negras
Por: Rudy Amanda Hurtado Garcés
La noche del martes 11 de agosto de 2020, las familias del barrio Llano Verde en Santiago de Cali, un barrio habitado principalmente por población negra/afrodescendiente, des-ombligado por el conflicto armado interno de sus territorios colectivos en el territorio-región del Pacífico, lloraban la masacre de cinco niños negros. La tarde de ese martes, Luis Fernando Montaño de 15 años, Jair Andrés Cortés de 14 años, Jean Paul Perlaza de 15 años, Leyder Cárdenas de 15 años y Álvaro José Caicedo de 14 años, fueron torturados y asesinados con tiros de gracias en predios privados presuntamente alquilados al ingenio incauca, la empresa agroindustrial más importante de Colombia dedicada a la producción del monocultivo de caña de azúcar, propiedad de la familia Ardila Lülle, uno de los principales emporios económicos del país.
De acuerdo a los relatos de sus familiares, vecinos y amigos, estás cinco flores negras, salieron de sus casas a elevar cometas, comer caña y caminar alrededor del ingenio. Jugar alrededor del cañaduzal es una de las prácticas de apropiación del espacio de la vida cotidiana en los barrios caleños que colindan con ingenios azucareros. Ese juego, ese ritual de niños, aquella tarde se convirtió en una masacre auspiciada por la marca de raza y de clase. Ese día, las cinco flores negras, gritaban a sus madres y padres que no llegarían a la hora de la cena.
Estos cinco niños fueron torturados, algunos de ellos degollados y todos asesinados por ser niños negros/afrodescendientes empobrecidos, por ser portadores de la marca histórica de la carimba, por llevar en su corporalidad las marcas sobre las que opera el racismo y el capitalismo. El negro representa la figura perturbadora de nuestra humanidad, el negro es el único ser humano cuyo cuerpo es transformado en mercancía. Esta representación se transforma en un complejo perverso generador de violencias raciales y de clase, proceso que se logra porque se construye al otro como un objeto amenazador del que hay que protegerse o al que habría que eliminar. De este modo, se crea una racionalidad que autoriza toda suerte de violaciones, humillaciones y muertes, un régimen de verdad que institucionaliza ciertas formas de infra-vida que justifican la existencia del universo mórbido para las vidas negras, vuelve aceptables y legitimas ciertas formas de dar muerte. Es la factura biopolítica de larga duración que las personas negras debemos pagar. La autorización también garantiza el asesinato de las posibilidades, sus vidas son presentadas sin ilusiones, utopías y sueños, sus vidas son encriptadas, condenadas a la insignificancia y al empobrecimiento ontológico.
La racialización de los cuerpos negros/afrodescendientes y la división racial del espacio son producidos desde el lente de la raza, entendida como la materia prima con la que se fabrica el excedente. Este principio filosófico y ontológico circula en la vida cotidiana como racismo antinegro, su materialidad se propaga como ideología a través de la idea de que las vidas negras pueden ser consumidas sin reservas y despilfarradas, es un consenso ético y moral que acepta la reproducción en la estructura social de la opresión racial sin tener que dar la más mínima explicación por ello. Esta lógica cultural es producida por la economía capitalista, en el entendido que el modo de acumulación capitalista requiere de subsidios raciales para explotar y dominar.
En ese sentido, el capitalismo en tanto hegemonía acude al método de la violencia para reproducir su racionalidad, la cual reside ampliamente en el poder y la capacidad de decidir quién puede vivir y quién debe morir. Este discurso de muerte está íntimamente relacionado en Colombia con la doctrina de seguridad de diferentes gobiernos, bajo el discurso de la guerra contrainsurgente han producido un estado de excepción que se ha convertido en la base normativa del derecho a matar, han financiado grupos armados paraestatales para proteger la propiedad privada y los intereses de la burguesía. La política de seguridad del gobierno acredita el uso de la violencia para defender la acumulación de capital, certifica la muerte. De esta manera, se justifica el derecho de matar a quien consideren sospechoso.
Los cinco niños negros masacrados representan el color de la sospecha, lo cual da licencia para abusar y quitar sus vidas, porque el perfilamiento racial los ubica en el lugar de la infra-vida, lugar asignado por la marca de raza. Es por ello, que el racismo es ante todo una tecnología que pretende permitir el ejercicio de la necropolítica, “el viejo principio soberano de matar” y es allí donde se configura la economía del poder con la función de regular la distribución de la muerte y la aceptabilidad de la matanza. La muerte es una de las formas materiales de reproducción social del racismo.
Hoy, 10 de noviembre de 2020, se cumplen 92 días de la masacre, las familias, el vecindario, las organizaciones comunitarias reclaman a las afueras de la fiscalía y de las puertas del ingenio incauca, justicia por haberles interrumpido sus sueños, preguntamos todos los días ¿Quién los mató? “el llanto de una madre hace más eco que una bala”. Hoy, también entonamos un arrullo por sus vidas, a las cinco flores negras, pedimos justicia, ¡no olvidamos!