La política de la vecindad carcelaria
Un presidente reelegido, con una condena por 34 delitos y persistentes acusaciones de pedofilia, misoginia, xenofobia, que se suman a delirios absolutistas por las que pareciera querer instaurar la primera corona en suelo estadounidense. Un expresidente francés condenado a prisión por primera vez, en un país en el que la historia había llevado a la guillotina a los responsables de asociarse para cometer delitos. Un expresidente autogolpista cuya afiebrada megalomanía le hizo creer que podía hacer al poder a la usanza de las viejas dictaduras militares.
Aunque la lista continúa, resulta suficientemente elocuente para afirmar que estamos en el peor momento de la política constitucional, en la que se esperaba no sólo una estricta separación de poderes, contrapesos y balances regulatorios entre el ejecutivo, el legislativo y el judicial, propiciado por la excesiva apropiación de las facultades gubernativas del ejecutivo. Por fortuna, donde tales cortapisas funcionan, no sólo se producen condenas formales e inocuas como en Estados Unidos, sino que tienen efectos reales como en Brasil y Francia.
En Colombia, mientras tanto, un expresidente múltiples veces señalado, acusado, sindicado y, al menos en una ocasión condenado, sigue utilizando sus privilegios, su influencia y, muchos así lo sospechan, su dinero para asegurarse prebendas, tratamientos y decisiones judiciales que parecieran ponerle más allá de la ley. “El puto amo”, dicen sus seguidores.
En la presente semana, la absolución decidida en segunda instancia por dos de tres magistrados del Tribunal Superior de Bogotá decidió no confirmar la meticulosa sentencia proferida por la jueza Sandra Heredia, desestimando lo actuado en múltiples y muy documentadas instancias judiciales en la Corte Suprema y la Fiscalía, y estableciendo argumentos absolutorios que rayan con la ilegalidad, como deberá probarse en la casación ya requerida.
Para el común de las y los colombianos, esta clase de decisiones que evidencian un marcado favorecimiento, no sólo implican el desprecio del proceso judicial, afectado por múltiples intentonas de acercarlo hasta la preclusión. La repulsa se dirige fundamentalmente a la manifiesta flagrancia con la que actúan magistraturas de las altas instancias legales, manipulando lo reglado en elaboradísimas torsiones argumentales con las que sus interpretaciones terminan por anular el peso de la justicia.
Que Álvaro Uribe Vélez sea culpable, no parece quedar en duda en ninguno de los procesos en los que ha recibido el favor de fiscales, jueces y magistrados de dudosa firmeza y comprobadas cercanías. Al menos, eso es lo que se colige de la innumerable cantidad de entradas, comentarios y escritos que le indican como instigador, determinador y responsable de cometer múltiples delitos.
Siguiendo el ritmo inicial del escrito, nos encontramos con un expresidente acusado, sindicado, condenado y absuelto por sobornar testigos y cometer fraude procesal. En ninguna instancia se demostró su inocencia. En la segunda, ante dos de los tres magistrados que le redimen, queda la certeza de que hay una incorrecta, errada y malintencionada interpretación de los hechos demostrados por la Fiscalía y la Jueza que le condenó.
Eso es lo que se desprende del salvamento de voto en el caso de la togada Leonor Oviedo, quien declara la existencia de sobrados elementos con certeza jurídica de los hechos que constan en el sumario, por los que el ente acusador y la instancia decisora entablaron la causa condenatoria, la cual “debió confirmarse en su totalidad”, dando validez a lo que excluyeron, a mi juicio e irrenunciable entender, con manifiesta malignidad sus colegas.
Sumando lo comentado, la debida aplicación de justicia nos pone ante la necesidad de cuestionar la inerrancia de las altas cortes que, por fortuna en los casos de los falsificadores Trump y Uribe, tendrán que ser revisadas judicialmente, en instancias y condiciones muy diferentes, dadas las particularidades del proceso y del contexto político estadounidense y colombiano. Mientras apela, Bolsonaro recibe casa por Cárcel en Brasil; al igual que el francés Sarkozy permanece, penado y bajo custodia; constituyendo los cuatro, parte de un florido vecindario penitencial.
Si bien, en términos del proceso judicial, los cuatro casos tienen abismales inconsistencias, diferencias, matices y cierres, cada uno encarna una forma específica de tensión entre poder político, sistema judicial y legitimidad pública, que pone en tela de juicio el papel primordial de la ciudadanía para evitar, en las urnas, su reedición; con lo que queda desnuda nuevamente la porosidad de la democracia.
Trump, con una condena sin sanción, no sólo desafía la proporcionalidad penal, sino que encuentra una tribuna monumental para acrecentar su riqueza y la de sus amigos. Bolsonaro, entre la gravedad de los cargos y la dilación carcelaria bajo arresto domiciliario, caldea los ánimos autoritarios en la sociedad brasilera, y Uribe Vélez, cuya situación se debate entre la prescripción de algunos casos abiertos, la alteración del tenor judicial en otros, y la no preclusión de las acusaciones por crímenes de lesa humanidad, dibuja los bordes de la fragmentación probatoria y la polarización social expresada en instancias institucionales.
En conjunto, estos casos revelan no solo las fisuras de cada sistema jurídico, sino también los límites de la justicia cuando se enfrenta al poder. Bolsonaro y Sarkozy, sin embargo, nos sirve como aliciente para confiar en la potencialidad de la judicialización efectiva contra la corrupción de los gobernantes.
Pese a lo anodino que le resulta al mundo presenciar los díscolos actos diarios de un delincuente convicto que funge como presidente, pasma la insufrible desproporción que representa la impunidad y burla al sistema judicial en los sonados casos en los que el protagonista es un expresidente que parece todavía intocable. Ya veremos, hasta cuando logra entrar y salir de la vecindad carcelaria.


