El oficio de injuriar y calumniar
No prosperó la invitación al entendimiento, buscando alguna retractación y acuerdo conciliatorio por parte de las denunciadas por injuria y calumnia, Catherine Juvinao, Katherine Miranda, Lina Garrido, Julia Miranda y Marelen Castillo. Las mismas, fueron objeto de la presumible inculpación al señalar a Armando Benedetti por la posible comisión de actos de violencia de género.
Lo curioso del caso, con declaraciones de público conocimiento, es que, al no tener éxito el llamado a diligencia conciliatoria, las implicadas manifiestan que no se retractan pues les asiste “derecho a la libre expresión [… velando] por los derechos de las mujeres”. Por su parte, en su defensa, el señalado reitera su sentimiento de ofensa pues “me tratan de agresor de mujeres y no hay ningún hecho para que digan eso. No hay ningún argumento. No hay ninguna prueba. No hay ninguna imagen. No existe nada de eso; solamente caracterizaciones que me han hecho enemigos y ellas repiten”.
Apenas ayer, un nuevo escándalo injurioso fue protagonizado por el incendiario Jonathan Ferney Pulido Hernández, quien sacó todo su arsenal de infundios para atacar a indígenas víctimas, en los pasillos del Congreso. Con o sin evidencias probatorias, estos son apenas los más recientes y muy frecuentemente ventilados casos en los que se evidencia el florecimiento de la denuncia por injuria y calumnia, cuya emergencia se ha visto amplificada por la reiteración con la que se acude a las redes digitales para su profusa y masiva difusión.
De manera especial, en los pasillos y micrófonos de los salones del congreso de la república, tanto comisiones como en plenaria de Cámara y Senado se asiste, con frecuencia exasperante, al espectáculo de las acusaciones multilaterales que, de ida y regreso, exacerban los ánimos en “el recinto de la democracia”, cuyos discusiones legislativas terminan en opacidad y deslustre cuando a los representantes se les olvida el fundamento rector de la vida social, política y económica del país que les obliga.
Antes que el sano intercambio de opiniones, pareceres, ideas, conceptos, análisis y proposiciones, el “debate” pareciera cambiar de escenario, convirtiendo la disponibilidad televisiva, la difusión mediática y la transmisión discursiva en múltiples formatos digitales en una oportunidad para ventilar altercados y alimentar disputas sin apego alguno a la certidumbre que debería sostener el respeto a la palabra.
Sin la presentación de pruebas, sin la recurrencia a soportes, sin el apego a las evidencias, sin datos ciertos, sin identificación de fuentes, sin la seguridad de la contrastación y la verificación, se difunden por doquier afirmaciones, dudas, rechazos y mentiras, generalmente plagadas de desmesura, apasionamiento, descortesía e irrespeto.
Las molestias y los tormentos ocasionados por tales prácticas caen en el lugar común de las disculpas advenedizas, tanto como en la socorrida manía a emprender acciones legales que atiborran el ya saturado sistema judicial, sin que las cifras por tal delito se reflejen en condenas.
De hecho, más del 90% de los casos suelen resolverse sin llegar a juicio, agotándose en la etapa conciliatoria, acudiendo al desistimiento de la querella o, finalmente, aceptando la retractación pública. En pocos casos, suele ocurrir que haya indemnizaciones extrajudiciales que provoquen el desistimiento, como quiera que proferir opiniones o afirmaciones usualmente cae ante la dudosa existencia de pruebas. En el mejor de los casos, cuando los procesos no prescriben, los fallos tienden a evidenciar el agotamiento de los despachos al quedar en evidencia la inexistencia de un hecho punible.
Ante la precariedad de la denuncia como instrumento para contener el delito de injuria y calumnia, los datos reflejan la manera como hemos convertido en un oficio el afán de injuriar y el interés de calumniar con la plena convicción de que, por hacerlo, la persecución judicial subsecuente puede ser engorrosa, demorada e incluso costosa por los honorarios de las oficinas de abogados contratados, pero no generará consecuencia alguna, ni acción penal, ni económica seguramente.
Si bien las sociedades occidentales han encumbrado el expresarse en libertad como un derecho, resulta notoria su degradación en la era de la profusión de noticias falsas, la tecnificación de la mentira y el imperio del descrédito. El cálculo del daño producto de la afectación a la reputación y al buen nombre debería poder, buscando afectar el reconocimiento o la estima pública de una persona reconocida por su notoriedad, no pareciera compadecerse con el rigor que debería obedecer el ejercicio de la prerrogativa discursiva.
Como quiera que la narrativa mediática incorpora estrategias de sanción, exclusión, etiquetamiento, borramiento y control en la potencial actuación de los individuos, injuriar y calumniar han llegado a establecerse como una especie de oficio denigratorio, cuya patente abierta y común permite funcionar incluso sin apego alguno a la probidad; pese a las consecuencias sociales que se desprendan de tales acciones vejatorias.
A la larga, el mundillo político termina por enrarecer el ánimo ciudadano, infestando con maledicencia recintos, foros y muros en los que se suplantan las discusiones de interés público por chismes, argucias, engaños y torceduras de los hechos, lo que impide la generación de una opinión pública madura, seria y rigurosa. Como quiera que sea, dada la fragilidad con que se persigue a este delito, dígase lo que se diga, la impunidad reina e impera en el próspero oficio de injuriar y calumniar.
