El corazón de las palabras

Por Última actualización: 18/11/2024

Por: Giussepe Ramírez

 

Buenos días a las directivas, profesores y estudiantes del Instituto Caro y Cuervo, así como a los familiares y personas que nos acompañan en esta singular ceremonia.

Quiero agradecer en nombre de mis compañeros a los profesores del Instituto Caro y Cuervo por su generosidad e interlocución durante estos años de aprendizaje. Resaltar de mis compañeros el trabajo conjunto y poderoso. También es momento de recordar y agradecer, personalmente, a las personas que nos prestaron sus hombros, su cerebro, su casa, su plata y su historial crediticio para caminar hasta el día de hoy. Ahora quiero recordar algunos hechos y apuntes sueltos sobre este andar, porque recordar el camino es una forma de gratitud.    

La primera clase a la que asistí en el Instituto Caro y Cuervo fue frente a un mar de la costa Pacífica que se había tragado, cuarenta años antes, en un maremoto, un kilómetro de playa. Era septiembre de un año bisiesto igual que este. Para finales de aquel año el mundo tomaría malas decisiones. En septiembre, quienes estábamos reunidos en el trozo de playa que el mar no había cubierto, no sabíamos ni imaginábamos lo que diciembre nos presentaría como panorama. Aun así, en el desconocimiento de ese futuro, entendíamos que una clase frente al mar, el mar concebido más allá de su imagen postal, y leído más bien como una característica de un territorio, en la periferia, lejos del centro bogotano, era una forma de moldear el horizonte. En la antesala de ese escenario, nosotros, creadores e intelectuales del Pacífico, descalzos sobre la arena oscura de esa playa, en el borde mismo del continente, estábamos convencidos de la creación popular y comunitaria, de la lectura y la andadura por el territorio. Frente a ese mar leímos poemas de Martán Góngora, cuentos de Guimarães Rosa y las exploraciones de Davis, y empezamos a estrujarnos el cerebro para crear una serie de relatos que viajarían, un año después, en un maletín. Para diciembre tendríamos finalizados cada uno de los veintitrés relatos. Trump llegaría a la Casa Blanca, la Paz en Colombia recibiría un portazo y Bob Dylan se alzaría con el premio Nobel de literatura y no les contestaría el teléfono a los suecos por un buen tiempo.

Traigo el recuerdo de la playa, las lecturas y los sucesos, cuatro años después, no como una anécdota personal fuera de contexto, sino como la muestra de un gesto y una convicción en medio de la incertidumbre.

Un año bisiesto después estoy aquí, frente a una pantalla, en el pico de una pandemia, en una ceremonia virtual, junto a personas que hoy también desean balbucear algo de alegría en medio del aislamiento y la incertidumbre, expresar lo que han significado estos años de aprendizaje, esta curiosidad, esta forma de amor por el lenguaje que nos ha movido para llegar hasta este día.

No temo equivocarme al decir que lo que ha motivado a quienes hemos andado en el tiempo por los salones del Instituto, o frente al mar, es el afán por atender al corazón de las palabras, atender a sus movimientos y dictados, internándonos en la espesa contaminación de nuestro español deshecho y re-creado. Y es por esa impureza, no lo olvidemos, por la cual somos universales.

El primer capítulo de la Gramática de Bello para uso de los americanos se detiene en la estructura material de las palabras, es decir en los sonidos de los que están compuestas. Decir estructura material de las palabras es a la vez una forma de literalidad y de metáfora. Dicha síntesis revela la manera en que se crea belleza y complejidad a partir de pedacitos elementales, letra a letra, sílaba a sílaba, como una de esas bolitas de excremento empujadas por los escarabajos.

Al pensar en lo anterior, me vienen a la cabeza palabras que me cautivan y me engolosinan en su materialidad. Pienso en: buñuelo, pandebono, almojábana, almohada, aguacate, ajiaco, lulo, rumba, sancocho, bachata, abrazo, apretuje. Ojalá. Ustedes, estimulados por las anteriores, pensarán ahora en las que los cautivan, en aquellas palabras en las que se detienen unos segundos más para complacerse en su materialidad. Las preferencias de cada uno han de ser muy diversas. Por fortuna, ninguno de nosotros podría decir que alguna de esas palabras, de las palabras que nos gustan o cualquier otra, nos pertenecen.

La lengua no es de nadie, es anónima. Solo a un psicótico (y aquí plagio a Piglia, y quizás todo este párrafo sea un plagio a Piglia) se le ocurriría decir que una palabra, esos sonidos yuxtapuestos, es de su propiedad. Mi voz, con su acento del suroccidente, atravesada por sonoridades negras, árabes, indígenas y españolas, es apenas un chorrito en el flujo sonoro de Colombia, un desdoblamiento, una mera desembocadura de voces viejas. Las palabras que he pronunciado y voy a pronunciar son robos y recuerdos, restos de lecturas y de oídas más o menos atentas, más o menos furtivas. No hay, sin duda, propiedad en el campo del lenguaje. Podemos usar todas las palabras como si fueran nuestras, pero al mismo tiempo, en cualquier borde del mundo, alguien las usa con el mismo sentido o con otro totalmente opuesto. Por eso no es descabellado decir que el lenguaje es la única utopía en la que vivimos desde hace décadas, en este mundo que de un tiempo al presente solo parece ofrecernos futuros cancelados.  

Quienes hoy recibimos el grado de maestros quisimos indagar en esta utopía, en eso que no nos pertenece, y de lo cual no aspiramos a apropiarnos. Tal vez ingresamos a nuestras respectivas maestrías con prejuicios y una falsa suficiencia sobre los usos del lenguaje, con ideas preconcebidas sobre la vieja dicotomía entre leguaje oral y lenguaje escrito. Estoy convencido de que a lo largo de nuestros procesos hemos desestimado tal arrogancia y nos hemos inclinado por la humildad en el saber y en el oír, por la consciencia de los dobleces del lenguaje y su potencia en el diálogo con otros. Hoy, con nuestra acta de grado en nuestras bandejas de entrada, no nos reconocemos como unas autoridades de la lengua, pues estamos hartos de los policías de la corrección idiomática, sino como unos observadores agudos, estudiosos de la utopía, que laboran con esa materia viva e inestable, ya sea para escribirla, enseñarla o circularla.

Es incierto lo que estaremos haciendo el próximo año bisiesto. Solo deseo que cada uno de los que hoy nos graduamos nos encontremos en la labor que consideremos más valiosa para estar en y constituir el mundo, sin olvidar jamás la fuerza del trabajo colectivo. Que podamos materializar, sílaba por sílaba, cada una de nuestras convicciones.  

Vivamos en la utopía, recorrámosla. Atender al corazón de las palabras significa no rebajarlas a sus connotaciones lógicas o gramaticales. Se trata, mejor, de contemplarlas en sus asociaciones perdidas y en su misterio olvidado. Atendamos al corazón de las palabras que circulan en las calles y los territorios, que en su latir y su carnosidad, quizás hallemos la capacidad para producir sorpresas en el arte, el poder para desafiar a la tradición y las claves de un mundo donde el futuro no esté cancelado y el horizonte de lo pensable sea más amplio.       

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