Viropolítica
Por: Arleison Arcos Rivas
La viropolítica del siglo XXI no se reduce al efecto que las crisis hospitalarias tienen en el contexto humanitario y la salubridad planetaria por los efectos de las epidemias y pandemias. Tampoco se subsume en la cinematográfica y televisiva ficción del fin del mundo incorporada al acervo popular de zombis, muertos vivientes y contagiadores masivos que, de una escena a otra, provocan la muerte y la urgencia de contención de ciudades y naciones enteras; cuya espectacularidad alimenta buena parte de las presunciones conspiracionistas y noticias truculentas tras cada nueva bacteria o virus que alarma al mundo.
Si bien son ampliamente conocidas las dinámicas biopolíticas del hacer morir y dejar vivir, lo que hoy se escenifica en el mundo es su relato bizarro, contenido en la urgencia de hacer vivir y no dejar morir a quienes resultan afectados y seriamente amenazados por tecnologías de muerte emergente que no responden a las dinámicas de la guerra, a la actuación oficiosa de cuerpos militares, a sistemas de represión o a aparatos institucionales de eliminación humana.
La viropolítica como se la ha denominado por Jesús Ayala Colqui, Sandra Becker y otros, apunta a establecer la dimensión política que adquieren los cuerpos contagiosos a los que se dirige la atención pública y la administración gubernamental. Mientras el neoliberalismo había estimulado la privatización de los servicios asociados a la protección de la salud, ahondando en la desprotección en manos del mercado y de empresas que rentabilizan la demanda de cuidado de la vida humana; hoy los Estados son conminados a establecer políticas de gestión hospitalaria, ambiental e inmunitaria que moderen el dejar morir en sociedades manifiestamente desiguales, incluso en el acceso a las condiciones básicas para asegurar la vida.
Más allá de la turbación pandémica que ha inundado las plataformas informativas, medios tradicionales y redes sociales, la potencialidad contaminante indiscriminada y devastadora de un virus tan solo en apariencia sorpresivo, convoca a la recaptura teórica del estado nacional en un contexto que, de globalizado, ha vuelto a dibujar la inflexibilidad de las fronteras internacionales y a establecer límites y bordes de confinamiento humano intranacional. De hecho, el que los estados acaparen vacunas y negocien directamente con las farmacéuticas que han puesto nombre y territorio a sus productos, ha dibujado un exótico y anodino panorama ideológico en el que, no sin sorna, se habla de vacunas socialistas y capitalistas, aludiendo a los países de los que provienen los ahora mal identificados como “biológicos”; evidenciando, como bien registra Ayala Colqui, las particularidades de la gubernamentalidad en la que la revalorización del capital y la contención pandémica desnudan las dinámicas de explotación y depredación sistémicas.
En medio del desconcierto planetario y apenas intentando salir del marasmo económico privatizador, ha ganado importancia la actuación de los gobiernos como responsables de garantizar la salud y la vida de quienes habitan un determinado territorio soberano, sin que por ello desaparezca el interés corporativo tras la mercantilización de los servicios de salud. Tampoco emergen códigos transnacionales que antepongan la solidaridad o eleven el interés altruista en la atención humanitaria a las poblaciones del mundo más desfavorecidas, seriamente afectadas por el intercambio desigual y desproporcionado que genera el sistema de capitales.
Pero la pandemia no ha resituado el papel de los estados, como tampoco ha contenido la voracidad del capital corporativo. Lo que se evidencia es que se ha especializado el carácter autoritario con el que los cargos investidos de poder tienden a reemplazar la capacidad decisoria de la ciudadanía, confinando cuerpos, condicionando la existencia y limitando el albedrío, incluso en asuntos relacionados a la propia vida; mientras instalan dispositivos regulatorios con fuerte incidencia en el sostenimiento de la economía y la estabilidad en la acumulación privada del capital en conglomerados financieros, industriales y comerciales privilegiados con la protección y asistencia gubernamental.
Para esta tarea, las estrategias tras la producción del miedo también han estado presentes en las permanentes advertencias y exhibición estadística que alarma sobre un virus que está ahí y no se ha ido, lo que justifica que el Estado estimule, permita, prohíba y sancione determinadas prácticas individuales y colectivas. En este escenario, como menciona el usuario @rdiasdevivar en su cuenta de twitter, “el manejo de la pandemia ha degenerado en un autoritarismo de baja efectividad sanitaria, con cercenamiento injustificado de la democracia, vía estados de excepción”. Sumado a ello, se reiteran los mensajes aludiendo a la necesidad de estabilizar la economía, recuperar puestos de trabajo y, como sucede en Colombia a contracorriente del mundo, hacer nuevos esfuerzos fiscales mediante reformas que elevan los impuestos pagados por los asalariados.
En todos los casos el control estatal apunta a justificar su accionar como medida proporcional al riesgo que representaría permitir la libre movilización de los cuerpos, la confluencia de gentes y las manifestaciones públicas. Sin embargo, las fisuras que se manifiestan en la toma de decisiones que acrecientan la desprotección de bastos públicos dejados al margen y a su suerte para atender los estragos económicos del contexto actual, evidencian el carácter selectivo con el que operan las autoridades gubernamentales que, mientras protegen a los grandes capitales, se manifiestan incapaces o desinteresados en ahondar en políticas de beneficio social como la renta básica, la gratuidad total en educación o la dotación de computadores para la población escolar aislada en casa.
Con la viropolítica, emerge igualmente el reclamo elusivo de inmunidad de los cuerpos, que opera como instrumento de manipulación soportado en la producción de la idea del bienestar colectivo. Tal anhelo de inmunidad es alimentado por la cada vez mayor disponibilidad de sintéticos que, aunque no evitan nuevos contagios, disminuyen la ansiedad que provoca la posibilidad de enfermar gravemente o morir; de acuerdo con la disponibilidad de inyecciones juiciosamente dosificadas por el Estado como estrategia disuasoria del riesgo infeccioso, mientras los particulares rentabilizan con creces los negocios de provisión de útiles hospitalarios, junto al transporte, refrigeración y aplicación de vacunas adquiridas con dineros públicos.
Foucault, nuevamente, deja sentir su presencia analítica informándonos de los contenidos de la somatopolítica en una sociedad disciplinaria que abusa de su capacidad regulatoria hasta moldear la democracia con ribetes autoritarios sostenidos por la permanencia de los estados de excepción, útiles al control de los individuos tanto como al acrecentamiento del capital. De ahí que, curiosamente, mientras se densifica el caudal de cuerpos productivos que se movilizan hacia los puestos de trabajo en uso de sistemas de movilidad masiva, se prohíben las reuniones de activación social de la protesta con argumentos que satanizan la proximidad humana a la que se acusa de elevar las crestas virológicas que los medios informativos convencionales anuncian con sostenido reclamo de la fantasía inmunitaria, pese a la reiterada evidencia de que resulta no sólo ilusoria sino muy poco probable la ocurrencia de un estado de inmunidad permanente.
La alarma estratégica y la distribución del miedo operan en la gubernamentalidad capitalista como un eficiente tapabocas contra la movilización social, aplazando la protesta y dejándola, literalmente, sin espacio público, tras la instalación de la viropolítica.