31 de enero de 2022
Por: Gustavo A. Santana Perlaza
La coyuntura colombiana es dolorosa. Un “Estado-Nación” en el que se democratizó la muerte y la rapiña hacia los empobrecidos, racializados, feminizados y no-heteronormativos. En Colombia hay gentes y geografías que no importan. Pensaran que suena esencializante, pero no, las realidades mortíferas y el devenir de la “necromáquina” (Reguillo, 2021) en la administración y gestión de la vida y la muerte, demuestran un paisaje en el que algunas presencias molestan, incomodan y no tiene valor alguno. Un país en crisis humanitaria, donde se vive en constante riesgo de muerte, represión, violencias, discriminación y deshumanización.
Las élites criollas dándole continuidad a los dispositivos de poder reguladores del tránsito colonial; raza, género, sexualidad, religión y clase, jerarquizan la formación de la nación en todas sus dimensiones. Conscientemente han venido configurando su proyecto de la “colombianidad” (Restrepo, 2008) en las geografías andino-céntricas del país, produciendo un sujeto de nación abstracto y singular como representación del “ser colombiano”, fronterizando o otrerizando las existencias de quienes perviven en las periferias o geografías racializadas. En este sentido, el proyecto de la colombianidad, para mí, es un proceso de gestión de la exclusión. Cabe aclarar que, los cambios constitucionales vivenciados a partir de los años 90s, han significado la mutación discursiva que pone en relieve las cuestiones sobre la multiculturalidad, diversidad e inclusión como política de reconocimiento y no de transformación estructural. La colombianidad sigue en la psiquis de los estamentos de la “gubermentalidad” (Foucault, 1978).
Soy creyente que el país ha sido formado sobre la base de la violencia y el dolor, no desde 1948 (lucha bipartidista), sino desde el mismo proceso colonial. Es menester precisar que, contemporáneamente se ha intensificado la muerte violenta en los gobiernos de Uribe “el culi bajito” (2002 – 2010) y el presidente Duque “el que dijo Uribe” (2018 – actual). Hoy la muerte nos constituye, es nuestro pan de cada día, eso sí, unas muertes merecen ser lloradas y otras pasan desapercibidas. En este encuadre, la pobreza, el desangramiento y el dolor se han concentrado en esas geografías y cuerpos históricamente expulsados de humanidad por parte de la necromáquina en Colombia. Rossana Reguillo (2021), situada en la coyuntura mexicana y siguiendo los planteamientos de Achille Mbembe propone la categoría de necromáquina para iluminar la articulación de tres poderes que se convierten en uno (legal, económico y paralegal), constituyendo un dispositivo de muerte que avanza engullendo territorios, cuerpos y futuros.
La necromáquina fundada por el deseo de acumulación brutal, gesta una economía de la muerte, y es que través de los aparatos institucionales despoja, criminaliza, precariza y mata. Grupos alzados en armas que fungen como dueños de territorio, de vidas y muerte. Élites del poder económico que eliminan todo lo que sea un obstáculo en su producción. En palabras de Stuart Hall; “una necesaria no correspondencia” que imprime realidades cimentadas por la crueldad maquinal.
La política neoliberal colombiana mediante los medios de comunicación, el sistema de educación y todo su aparado institucional, ha producido desde la jerarquización de la vida un sentido común para que la pobreza en el Choco y la Guajira sean hechos normal, la matanza de lideres sociales como acontecimientos cotidianos, el afrojuvenicidio en Tumaco, Buenaventura, Quibdó como “una necesaria correspondencias”, los asesinatos a campesinos en el Catatumbo, hidroituango, Putumayo, Guaviare y Arauca como dinámicas normales del territorio, y el aniquilamiento de indígenas en Cauca como prácticas naturales. La despolitización de los problemas sociales es una de sus estrategias para promover narrativas que definen el panorama como hechos individuales con los que intentan culpabilizar a las “víctimas”.
¿A quién le duelen nuestras gentes?; ¿a quién le duelen nuestros hijos?; ¿a quién le duele nuestros territorios?; ¿a quién le duele nuestros muertos?, son las preguntas que se hacen la colectividad de Mayoras afrocolombianas en el oriente de Cali, dada la indiferencia y justificación de la atroz masacre de los 5 jóvenes en Llano Verde por parte del grueso de la sociedad colombiana. Una denuncia que demuestra la clasificación racial hacia cuerpos que no merecen la indignación y el dolor de las y los colombianos, porque su presencia y espacialidad cargan una condena racial.
¿A quién le duele que en Buenaventura por día maten a 7 personas como ocurrió el 1 de enero del 2022?, ¿a quién le duele el confinamiento y represión que están viviendo en estos momentos las y los habitantes de El Charco, Nariño? el que sale lo matan, ¿a quién le duele las 13 masacres que llevamos en lo corrido del año? donde creen que sedan esas masacres, ¿a quién le duele el terror y zozobra instalado en regiones como el Pacífico colombiano, el Cauca, Catatumbo y las periferias de este país? ¿a quién le duele la matanza, precarización y violencias contra las poblaciones afrocolombianas, indígenas, campesinas, mujeres y personas no-heteronormativas?
Recientemente, Eduardo Restrepo intentando comprender las articulaciones entre las desigualdades, el racismo y la violencia en Colombia, retomando a Butler, a Fanon, entre otros, habla de ontologías del desprecio;
Considerando que en Colombia se ha sedimentado un desprecio que, a los ojos de los sectores enriquecidos y privilegiados, como a los de quienes se identifican con ellos, constituye unas existencias, las suyas, como la encarnación misma de los sujetos morales adecuados, la natural adscripción de lo deseable, de lo que realmente cuenta y de vidas que merecen ser vividas, de muertes que son una gran pérdida y deben ser lloradas. Tienen derechos, deben ser escuchados y obedecidos, su concepción del mundo da cuenta de lo que es y debería ser el mundo. […] En un abierto contraste, se encuentran sujetos morales tachables, que aspiran a ser unos mantenidos, meros parásitos. Desviados, afeminados, cobardes, desconocedores de dios y mentirosos. Vándalos y violentos, turbas ignorantes. Unos igualados, que entorpecen la productividad y el desarrollo, que interrumpen el orden, que socavan las obvias jerarquías. Gentes sin gusto, seres desechables; corporalidades, sexualidades, imaginaciones políticas abyectas. Unos facinerosos, mal asesorados, cuyas vidas o tranquilidad pueden ser tomadas, sino que deberían serlo. Gentes que no son realmente gentes, que no importan realmente. Que pueden ser desaparecidos, descuartizados, asesinados, ya que se lo buscaron… “por algo sería”. (Restrepo, 2022: 41).
Un desprecio que se traduce en prácticas y discursos concretos, cotidianos vinculados a los sujetos, sujetas y a quienes se sienten privilegiados en el país, siendo un fenómeno que se reproduce de alguna manera en el centro de Colombia, es decir, en la centralidad, en el poderío colombiano también existen periferias donde viven “los nadies” (Galeano, 1940). Finalmente, las miles de víctimas de la truculencia estatal, ilegal y económica siguen clamando justicia, dignidad y humanidad, esa que esperamos algún día llegue. Por ahora, seguiremos añorando la misma “suerte” que tuvo el caso doloroso de Mauricio Leal y su madre. ¿será suerte? me pregunto … no creo, pero saquen sus conclusiones.
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