Victimización o poderazgo
Por: Arleison Arcos Rivas
En 2013 ocurrió un hecho inusitado en Colombia. Un número significativamente plural de comunidades, organizaciones, plataformas, procesos, liderazgos y activistas que reivindican la identidad, pertenencia y significación de la descendencia de africanas y africanos en los diferentes contextos territoriales en los que la encarnan, promovió y sacó adelante el Primer Congreso Nacional Autónomo Afrocolombiano.
Precedido por una nutrida realización de precongresos, mesas preparatorias y reuniones de diversa índole con actores de distintas procedencias y perspectivas, el país asistió a un escenario de encuentros inicialmente bloqueado por las y los promotores de desencuentros, asistentes a Quibdó, desentrabado por la activación radical y vigilante de las y los jóvenes que implantaron la libertaria potestad de la guardia cimarrona como garante de este novel proceso constituyente.
Pese a las marcadas tensiones provocadas por el personalismo, el fraccionamiento, la cooptación clientelar, la disparidad de criterios y el descontento creciente con la Comisión Consultiva de Alto Nivel, el Congreso sesionó, estableció acuerdos, procedimientos de consulta previa, coordinación organizativa e implementación de la Autoridad Nacional Afrocolombiana. La ANAFRO fue vigorosamente perseguida y desinstalada por quienes han aprendido a vivir del Estado y acumular influencia a costa de presionar, oponerse y bloquear manipulando los procesos de consulta previa, en contravía de las comunidades y territorios; con plena connivencia de figuras gubernamentales que las alimentan.
Mientras tanto, los problemas denunciados en Quibdó se agudizan.
Con relativa frecuencia se acude al sentimiento victimizante para presentar las problemáticas que padece el grueso de la población afrodescendiente, marcada por siglos de enquistamiento de los efectos racializantes, la omnipresencia de la esclavización, la hiperrepresentación en indicadores de pobreza, analfabetismo, insalubridad, carencia de oportunidades igualitarias para el ingreso y ascenso laboral, subrepresentación en espacios de liderazgo y direccionamiento público y privado, desterritorialización, precariedad en el acceso a educación superior y, como si hiciera falta, feminización de la opresión. Las caras de la tragedia, todas ellas, dibujan los colores variopintos que la afrodescendencia ha tomado a lo largo de cinco siglos de relaciones que dibujan el maridaje entre la opresión y la piel a lo largo y ancho de América; con más población y dureza en unos países frente a otros.
La consecuencia obligada de esta situación salta a la vista: desprotección, abandono, invisibilización, minusvaloración, inferiorización, descreimiento, sufrimiento, dolor y muerte que se convierten en una herida lacerante y profunda que, curiosamente, no afecta la comprensión del victimario sino que esencializa a la víctima; imponiendo una imagen lastimera de las y los afrodescendientes en foros, seminarios, audiencias, circuitos reflexivos, espacios académicos, acciones investigativas, construcciones discursivas e imaginarios públicos.
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De manera miserable, las políticas públicas que se diseñan para las comunidades y territorios ancestrales o mayoritariamente afrodescendientes e indígenas aciertan en el diagnóstico de las problemáticas acumuladas mientras las desconocen o aminoran sus implicancias en los propósitos y ejecutorias emprendidas por diferentes gobiernos, sin que se propongan romper con las barreras y fronteras que impiden su transformación, tal como evidencia la poquedad y tacañería en los presupuestos asignados; siempre menores a las necesidades y, peor aún, ejecutados a desgreño y con altos niveles de corrupción.
Sin faltar al hecho de que, efectivamente, persisten y se manifiestan enconadas evidencias históricas, económicas y políticas de la desigualdad con la que se han configurado sociedades de la ignominia en contra de las y los hijos de África en América; advierto que ese discurso, puesto en la voz de las y los afrodescendientes, resulta peligroso si emerge de manera descontextualizada y falta de equilibrio frente a las respuestas autonómicas e independientes que las comunidades, organizaciones y liderazgos han interpretado, escenificado, defendido y sostenido a lo largo de cinco siglos de presencia, resistencia, construcción e invención cultural e identitaria en nuestros países.
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Tras la aspiración a disfrutar plenamente la vida digna que la estela de la esclavización ha negado, debemos rechazar la imagen cándida del “negrito contento”; el único y la única que trabajan de sol a sol para ganar, en la precariedad, su sustento. Ese es el producto de una sofisticada estrategia de aminoramiento de la dignidad del afrodescendiente que vende perspicazmente la conformidad como táctica de dominación, al tiempo que, puesta en nuestras voces, acepta como un destino la fragilidad, la pobreza, la vulneración y la victimización ocultas tras la irrenunciable y ancestral alegría. ¡Contento sí, pero disfrutando lo que es nuestro, por justo merecimiento! Aquello de que se trabaja ‘como negro para vivir como blanco’, pese a que pone del lado de la víctima el esfuerzo, el sudor, el tesón y la brega, deja del lado del victimario los frutos y los beneficios de tal cansancio. A esa imagen, definitivamente, hemos de renunciar.
De igual manera, es preciso derrumbar la imagen encadenada, silenciosa y de cerviz baja con la que el esclavizado es caricaturizado en infinidad de textos y piezas discursivas; que no sólo ofende el pasado cimarrón y libertario ampliamente documentado en el archivo patrimonial de la herencia ancestral africana, sino que además provee el sustrato imaginativo con el que negro e inferior juegan todavía en la representación despreciativa y denigrante de la africanía en nuestras sociedades.
Estos dos movimientos desmitificadores coinciden al enfrentar la manipulación histórica con la que se sigue vendiendo al afrodescendiente con el patrón colonial que lo personifica como un negro resignado a su patética suerte, mientras sistemáticamente se descuida la memoria de cómo las y los afrodescendientes desentrañaron de profundos socavones, arrancaron de la tierra, levantaron con sus manos y sostuvieron sobre sus hombros las economías de nuestros países por largo tiempo; así como emprendieron, contra la esclavización, proyectos de autonomía económica, política y cultural palenquera y arrochelada fundados río arriba y monte adentro incluso décadas después de extinta la esclavización e instalada la república.
Ceder el lugar de la representación gloriosa a favor de la reproducción indecorosa de la victimización corrompe las maneras de relacionamiento dignificante que, considerando la africanía como un activo heredado, sitúa en condiciones de interacción y diálogo emancipatorio a las y los descendientes de africanos en nuestros países. Si de lo que se trata es de tomar parte en el reparto igualitario de los beneficios societales, no son dádivas ni contentillos ni regalos lo que se disputa con las fuerzas enquistadas en las distintas esferas y escenarios del gobierno de nuestras sociedades sino el poder mismo y la capacidad de dominio que nos deja al margen de tal disfrute, sosteniendo relaciones de opresión largamente articuladas en el tiempo y más allá de las fronteras nacionales.
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Para los hijos e hijas de África en el presente de América, hacerse un pueblo étnico a partir de la reivindicación de la heredad nutrida por la africanía (otrora vilipendiada y representada como vencida y lastimera) encarna y simboliza la alternativa política que lleva a atesorar el acumulado histórico de la resistencia y la reexistencia, entendidas como la tenacidad, una y otra vez puesta a prueba, para sobreponerse al vilipendio y levantarse, orgullosos, sobre los propios pies.
Romper con el discurso victimizante pone al presente lastimero a rememorar el pasado decoroso. Así considerado, las rutas del poderazgo afrodescendiente esquematizan rumbos libertarios y coordenadas emancipatorias que, lejos de extenderse mendicante, esgrimen una mano multitudinaria, capaz de activarse hasta volverse puño cuando sea preciso. Por fuera de las dinámicas de apaciguamiento tras la obtención de limosnas estatales y dádivas para ciertas figuras eufemísticamente denominadas líderes, que persistentemente evitan la activación del sujeto afrodescendiente al margen del vaivén malintencionado de las figuras gubernamentales, la dignidad del pueblo afrodescendiente reclama hoy un movimiento crítico de sí mismo, articulado y coherente; con la suficiencia moral y la prestancia política suficiente para que su fuerza y su capacidad organizativa y gravitatoria termine por socavar las barreras de la todavía incidente esclavización, edificando las murallas de la definitiva emancipación.
Este es, en últimas, el Mandato del Congreso de Quibdó, legitimado por la sentencia constitucional T674 de 2014; que ya reclama, y con urgencia, una segunda convocatoria masiva, diversa, popular y enteramente autónoma, confeccionado con los materiales del poderazgo.