¿Un país incapaz de hacer la paz?
29 de junio de 2023
Por: Arleison Arcos Rivas
De guerra en guerra, de conflagración en conflagración, de conflicto en conflicto, de violencia en violencia, el nuestro parece un país incapaz de hacer la paz. Así como sus constituciones han sido cartas de batalla y sus instituciones han servido para cavar trincheras ideológicas, las distintas facciones de la sociedad se han esmerado en cultivar el odio, la animadversión y la maledicencia, como si se tratara de un entretenimiento habitual.
Otrora divididos entre esclavistas y abolicionistas, realistas y republicanos, santandereanos y bolivarianos, centralistas y federalistas, radicales y moderados, conservadores y liberales, y otras muchas variantes del exclusivismo, nos hemos esmerado en impedir la construcción de una nación bien ordenada y regida por principios imaginados como comunes.
Para colmo del exotismo, la nuestra ha sido hispánica, mestiza y católica; etiquetas antepuestas a cualquier otra figuración de lo nacional. Incluso sus partidos levantaron banderas sobre colores de sangre y supresión, que todavía duelen por todo el territorio amalgamado bajo el nombre de este país.
Con desespero, crece la idea de que, avistada en el horizonte una oportunidad de paz, hemos persistido en hacer la guerra.
Así ocurrió, tempranamente, con los enfrentamientos entre Supremos de 1839, levantados para defender la esclavización a perpetuidad y el establecimiento de fronteras regionales. Incluso en 1851 todavía se batallaba contra el reconocimiento igualitario y el otorgamiento de la libertad legal, deponiendo al gobierno de Obando en 1854, cuando ya se había decidido la ilegalidad del cautiverio forzoso.
Contra la constitución libertaria y federal de 1863, fuerzas urticantes reclamaron la concentración del poder político en un ejecutivo centralizado que representará la unidad nacional, al tiempo en que las tendencias opositoras fueron severamente perseguidas por los organismos del Estado y desde el acalorado púlpito parroquial.
Exacerbando odios, rencillas y resquemores, se levantaron las murallas del ostracismo electorero, por el que cada lid eleccionaria implicaba arrasar hasta el último vestigio burocrático del color contrario, asfixiando cualquier alternativa tercera y todo asomo de protesta. Así encendimos la hoguera de La Violencia, calentando el caldero de la confrontación y la eliminación violenta de los otros, considerados enemigos.
De un lado o del otro, el bipartidismo regó con sangre los caminos de la patria. Incluso cuando la voracidad burocrática convocó a la sensatez instaurando el Frente Nacional, prosperaron las retaliaciones y vindictas del sectarismo partidista sobre el que se levantarían las guerrillas que acapararon el espectro político diferenciador.
La parcialidad politiquera, sumada a la voracidad acaparadora de la tierra y a la cooptación clientelar del municipio colombiano, alimentaron el monstruo del paramilitarismo que convirtió en cosa de poco valor la vida de activistas étnicos, campesinos, defensores de derechos humanos, líderes sociales y actores colectivos.
Políticos, industriales, comerciantes, ganaderos y financistas tampoco tuvieron empacho en proveerse lucrativos negocios aliándose ayer con los reyes de la marihuana, luego con los carteles de la droga, armando ejércitos desplegados para apropiarse de la tierra y sus riquezas, mientras edificaban el imperio narcoparamilitar cuyos mercenarios siguen, aún hoy, bajo vestuarios multicrimen, disparando, matando y fabricando guerras por el fragmentado territorio nacional.
A lo largo de dos siglos, entre dolorosas crepitaciones, violencias sin parangón y episodios de cordura, el discurso de la paz deja oír su voz en el barullo de la política. Como si fuera poco, tras el cúmulo de desgracias que han dejado los sucesivos capítulos de enconadas guerras y conflictos exacerbados, la poquedad opositora antepone el formalismo y la leguleyada al persistente anhelo de paz de las y los colombianos.
Ya había ocurrido con la sorpresiva victoria del NO en un plebiscito antojadizo y vanidoso. Hoy, la prosecución de la paz total queda a la espera de una demanda ante la Corte Constitucional que podría entrabarla; paradójicamente en el único país del mundo en el que la paz constituye un deber y un derecho de obligatorio cumplimiento.
Ensordecidos por los turbulentos y huracanados vientos de guerra que nos sobrecogen, las alianzas para caminar hacia la concordia nos han sido extrañas. Por un breve lapso de tiempo pareció posible. Sin embargo, incluso ahora que se persigue de mil maneras la utopía del silenciamiento absoluto de los fusiles, caminando hacia la paz total, la enfermedad del olvido lo carcome todo, revelando el devastador diagnóstico: todo parece indicar que este es un país incapaz de hacer la paz.