El despelote
Por: Arleison Arcos Rivas
La Corte Suprema de Justicia ha proferido una sentencia de singular importancia que convoca al reordenamiento de los fueros y competencias de las autoridades respecto de su accionar cuando la ciudadanía expresa libremente su opinión en movilizaciones públicas. Una vez conocida la sentencia STC7641-2020, las voces oficiales han desentonado manifestándose contrarias y desacomedidas respecto a lo ordenado en ella.
El desacato de funcionarios públicos a las órdenes judiciales no puede naturalizarse ni convertirse en un procedimiento de cálculo irreglamentario, conscientes de incumplir prerrogativas constitucionales. Tales desafueros no sólo ponen en riesgo la jerarquía de la autoridad pública sino que echan al traste de la basura la estricta separación de poderes que fundamenta los pesos y contrapesos con los que se frenan y equilibran las instituciones republicanas y se garantizan los derechos y libertades democráticos.
El que un presidente y su ministro de defensa haya intencionado desacatar una sentencia de la Corte Suprema de Justicia, inapelable y sólo sujeta a eventual revisión de constitucionalidad, refleja las disonancias que se han elevado en el país producto de la desinstitucionalización promovida por la fuerza política gobernante, al tiempo que desnuda la flaqueza del Estado Social y Democrático de Derechos, diezmado en desmedro de la ciudadanía.
Un contexto violento y desinstitucionalizador
Más allá de las manifestaciones, protestas y paros del 2019 y 2020, el país ha sido permanente escenario de movilizaciones populares que evidencian la proliferación de motivos y activaciones políticas de diverso orden. Desde los brotes insurreccionales de los Comuneros del siglo XVIII hasta las multitudinarias marchas y plantones del siglo XXI, Colombia registra una nutrida cantidad de acciones, continuas unas y discontinuas otras, que evidencian la agitación y turbulencia con la que han saltado a la dinámica colectiva las reclamaciones de identidad indígena, autonomía administrativa, independencia política, desesclavización y desmonte de la subyugación, reivindicación de la tenencia popular y ancestral de la tierra, reclamo de reformas agrarias y de desarrollo urbano, sindicalización laboral, paros étnicos, convulsión estudiantil, entre otras; insuficientemente atendidas por el estado. De hecho, a buena parte de tales movimientos, en diferentes épocas y con variada intensidad, se ha contestado con formas de violencia que dan cuenta del ahorcamiento, fusilamiento, encarcelamiento, desaparición, masacre y destierro de individuos, liderazgos y comunidades enteras por todo el territorio nacional.
En ese contexto, una de las tareas a las que la gubernamentalidad ha respondido con mayor fiereza la constituye la conformación, especialización y dotación, generalmente legal, de cuerpos policiales y paramilitares dedicados a la confrontación y choque con manifestantes. Detectar planes, señalar activos y líderes, infiltrarse, sonsacar, desinformar, dispersar, retener, golpear, conducir, arrestar y legalizar (verbo que en Colombia tiene varios sentidos en el accionar policial) han sido las estrategias con las que tales escuadrones, comandos y grupos han operado; sin que en su accionar hayan dejado de perpetrar de manera sistemática, calculada y permitida, actos violentos, torturas, desapariciones, muertes y masacres.
La actitud gubernamental, no ha desestimulado tales prácticas; por lo contrario, con frecuencia las ha encubierto; cuando no estimulado y actuado en connivencia con actores desregulados o ilegales. Tan sólo en el siglo XX, se cuentan acciones y procesos emblemáticos que remiten al accionar estatal violento asociado al bloqueo sindical, la penalización de las movilizaciones, la militarización de las protestas, la instigación e impulso a grupos paraestatales en el periodo de La Violencia, el armamento de autodefensas, la implementación de estatutos gubernamentales contrarios a la seguridad ciudadana, el cerramiento bipartidista y la ofuscación del espectro de las alternativas electorales, las prácticas de guerra sucia, la persecución virulenta a la disidencia política, el perfilamiento de activistas, la instalación de departamentos de seguridad alterna, la organización de las Convivir, la proliferación del paramilitarismo, la cohonestación de acciones desreguladas mediante grupos como las Águilas Negras o la producción de heridas, lesiones y muertes por el accionar letal de cuerpos policiales y militares.
A tales tareas que censuran, satanizan y criminalizan el disenso y la oposición en el país, se suman los frecuentes abusos del Escuadrón Móvil Antidisturbios, ESMAD, acumulando un portafolio de intervención negligente y nugatorio que atenta contra los derechos a la reunión, la libre movilización y la protesta; confeccionando maniobras de hostigamiento y ruptura de aglomeraciones bajo la idea de que, antes que prevención y disuasión, toda movilización o manifestación masiva debe dispersarse bajo el pretexto estigmatizante y reiterado de que se actúa institucionalmente por la supuesta presencia de guerrilleros sin uniforme y vándalos infiltrados.
Un fallo trascendental
Con tal escenario desnaturalizado en la operación institucional, la Corte Suprema de Justicia avocó las consideraciones presentadas por un conjunto de accionantes que denuncian la amenaza constante a derechos fundamentales y a la libertad de expresión; peticionando que se tutelen las garantías para el ejercicio de la protesta pacífica, afectadas por las agresiones sistemáticas y el proceder violento, intolerante y desproporcionado por parte del ESMAD y la fuerza pública.
En buena medida, lo que la Corte ha defendido es el carácter democrático de los movimientos permanentes o autoconvocados conformados por un número significativo de ciudadanas y ciudadanos que expresan su pensamiento y opinión emprendiendo acciones con presencia y ocupación del espacio público, buscando preservar libertades, prerrogativas y garantías propias del Estado Social y Democrático de Derecho consagrado constitucionalmente; para lo que debe removerse “toda forma que obstruya el pensamiento y el deseo de manifestarse pacíficamente por los cauces democráticos”.
Ese fundamento jurídico de respeto a la dignidad humana contenida en la libertad de expresión y manifestación en espacios públicos, favorece la expresión ciudadana frente al poder de los gobernantes sin intolerancia, agresión o imposición por la fuerza de las instituciones. Tales preceptos, según considera la Corte Suprema de Justicia, someten a la sociedad entera a la obligación de respetar la constitución y la ley al reunirse para manifestarse públicamente y, de modo especial, exigen a los servidores públicos que obren sin omisión o extralimitación en el ejercicio de sus funciones, sin que se atribuyan “la reglamentación de la forma como una persona puede disfrutar de su garantía a manifestarse pública y pacíficamente”.
Cuando las autoridades públicas, vulnerando el ejercicio ciudadano de la protesta pacífica, acometen violentamente en su contra sin que existan objetivamente manifiestos y superlativos grados de perturbación del orden y la movilidad, no sólo se rompen los pesos y contrapesos jurídicos, sino que se instaura un régimen de terror y miedo ajeno a la confección institucional de la democracia; mucho más cuando la fuerza pública acude a medios ilícitos e irreglamentarios para satisfacer tal fin.
la carta constitucional remite al carácter sistemático y general en la actuación de los servidores llamados a para proveer a la ciudadanía de la confianza institucional necesaria para que prevalezcan los principios jurídicos por los que se rige una nación. Por ellos y en función de la seguridad ciudadana, no puede aceptarse el argumento de las “manzanas podridas” en el accionar policial o militar; pues, de suyo, los actos personales ilegales desdicen de la naturaleza misma del cuerpo armado estatal. Aceptar comportamientos irreglamentarios de la fuerza pública o de los civiles en servicio equivale a equiparar al estado con una banda de criminales, cualquiera, que puede y procede agitando la zozobra y poniendo en riesgo la vida y las garantías de derecho, tal como lo hemos padecido en las horas más nefastas de nuestra vida republicana.
Ni en el poder, ni en la función ni en la actividad que regulan, motivan y limitan el accionar policial y civil correspondiente se deja contenido que tal fuerza pueda omitir su carácter institucional para asumir por sí misma la represión estatal. Por ello la Corte Suprema afirma en su sentencia que “ante todo, promover, garantizar y proteger los derechos fundamentales, entre ellos, el de reunión, expresión, locomoción, protesta pacífica y, especialmente, la dignidad humana como principio fundante del Estado Social de Derecho”; estableciendo procedimientos y protocolos que responden a estándares y recomendaciones internacionales normadas y pactadas en el concierto multilateral que obliga a las autoridades constitucionales.
Por una ciudadanía con oficio
Frente al conjunto de vulneraciones a las garantías ciudadanas y ante las salidas desobligantes que en los días anteriores hemos visto por parte del ministro de la Defensa y las autoridades policiales, las y los colombianos no sólo debemos esperar que las autoridades judiciales hagan cumplir las leyes y la constitución.
Dado que Colombia no es una dictadura, no puede tolerarse ningún comportamiento dictatorial por parte de aquellas y aquellos que responden por el carácter democrático, imparcial y laico de las instituciones públicas; por lo que también nos corresponde arreciar, con más ahínco todavía, la activación para que se preserve el derecho inviolable a manifestarnos son la seguridad requerida por parte de la fuerza pública.
En función de tal certeza, la grabación de las actuaciones oficiales, la exposición de actos administrativos lesivos, la exhibición de acciones contrarias al debido proceso y, en general, la publicidad y difusión de cualquier acto irregular, desproporcionado, innecesario, ilegítimo, ilegal o antijurídico perpetrado por uniformados y civiles al servicio del estado, no sólo corresponde al querer constitucional sino al sentido más íntimo del oficio de la ciudadanía respecto del control del poder gubernamental.
Considerando, además, que ante la omisión o extralimitación de los servidores públicos, el juego democrático no faculta a la ciudadanía a expresarse de manera violenta, en el espíritu del fallo de la Corte queda dicho que las autoridades deben sujetarse al poder, función y actividad que les resulte propio y debido precisamente porque la “disconformidad social con los organismos encargados de proteger la vida, honra y bienes de la población, e incluso de las instituciones representativas, órganos de control, y judiciales” reclama una actuación reglada y proporcional para contener la animosidad manifiesta. De ahí que entienda la Corte que la inacción, omisión o extralimitación “cuando no responden eficientemente ante el abuso y desconocimiento del Estado Social de Derecho” no sólo pone “en tela de juicio su real capacidad de canalizar los reclamos colectivos”, sino que constituye “una invitación inconsciente al caos, la violencia y la anarquía como únicas salidas a los problemas sociales”.
Resulta loable que la Corte Suprema de Justicia falle ordenando la implementación de protocolos de acciones preventivas y posteriores que aseguren del gobierno y la fuerza pública su operación con estricto apego constitucional y legal para “conjurar, prevenir y sancionar la (i) intervención sistemática, violenta y arbitraria de la fuerza pública en manifestaciones y protestas; (ii) “estigmatización” frente a quienes, sin violencia, salen a las calles a cuestionar, refutar y criticar las labores del gobierno; (iii) uso desproporcionado de la fuerza, armas letales y de químicos; (iv) detenciones ilegales y abusivas, tratos inhumanos, crueles y degradantes; y (v) ataques contra la libertad de expresión y de prensa.”
En mesas como la ordenada por la Corte y en diferentes espacios abiertos, masivos, especializados y públicos; de nosotras y nosotros depende el fortalecimiento de acciones ciudadanas y colectivas que hagan robusta la exigibilidad de derechos, menguada por el presidencialismo abyecto y el autoritarismo institucional envilecido con los que ha crecido el despelote colombiano. Constituye tarea fundamental de una ciudadanía con oficio apuntalar un entorno decisional favorable a la prevalencia de las garantías y libertades; accionando un conjunto de prácticas políticas en contra de la desregulación y la desinstitucionalización imperante que demandan, cada vez más, herramientas jurídicas y societales necesarias para que movilizarse protestar y reclamar con apego a las regulaciones no siga siendo una sentencia a muerte.