Por: Arleison Arcos Rivas
Durante los eventos vinculados al Paro Nacional, prolongado desde el 28 de abril hasta la fecha, toda la “uribecracia” y buena parte del denominado “centro” convinieron en nombrar a Gustavo Petro Urrego como el instigador y propulsor de la amplia y desbordada movilización popular. A su nombre fueron consignados todos los eventos violentos que, afirman sin ruborizarse, operan con agitadores financiados por “el régimen de Maduro”.
En lugar de afinar la diligencia institucional para encausar la transformación de los graves problemas que padecemos como sociedad, el corifeo de la derecha, sempiterna gobernante, prefiere concentrarse en desplazar la culpa de nuestras desgracias hacia una notoria figura de izquierda o progresista que amenaza seriamente con romper su continuidad en el poder. Para completar el cuadro en las redes sociales, le adjudican ser comunista comunismo, se reitera su pasado guerrillero, lo vinculan artificiosamente a actores armados y lo acusan de incendiario y polarizador, equiparable incluso a la figura cizañera y tenebrosa de Álvaro Uribe Vélez.
En la retórica uribeña, así como en su omnipresencia en redes virtuales, cada semana aparecen una y mil etiquetas dedicadas a presentar a Petro como el enemigo perfecto, asesino, narcoterrorista, corrupto, pendenciero y malevolente. Con la misma saña, responden también sus seguidores más virulentos, elevando el tono de la liturgia de odios acuartelados en la que cada falange contendiente hace de su contradictor un enemigo y en cada afrenta se despierta el afán de venganza o de eliminación del oponente, manteniéndonos a todos en un estado de anticipación permanente ante la mala voluntad de los unos y los otros.
Igual cosa ocurre en el centro que, so pretexto de situarse “por fuera de los extremos”, ha fundado en la fórmula del no caer en las polarizaciones su postura aséptica respecto de los asuntos sensibles de la nación, lo que ha sido leído por diferentes públicos como la exaltación de una postura tibia, acomodaticia y oportunista que no es ni chicha ni limonada. Radicalizados y críticos del centro le achacan ser instrumentalista y colaboracionista solapado, al tiempo que le fustigan porque entre sus representantes se registran ausencias en momentos determinantes, “se van a ver Ballenas”, permitiendo que la balanza se incline sin develar sus intereses o aparecen sorpresivamente para completar el quorum requerido para pasar una medida gubernamental.
Los odiadores de una y otra vertiente dirigen sus agresiones incluso hacia figuras prometedoras y emergentes como Francia Márquez y otras que alientan el debate frente a la cultura de la muerte instalada en prácticas extractivas, afectaciones a los derechos humanos, vulneraciones ambientales y atentados sin fin que ponen en riesgo la vida y la garantía de derechos en los territorios ancestrales, poblados y ciudades. Esa cultura de la muerte que, en lugar de instaurar el reino de la libertad, la igualdad y la fraternidad, configuró el régimen del pobretariado creciente y cada vez más precarizado, dándole rostro y color a esta nueva era de las desigualdades acumuladas y hereditarias.
De modo contundente la calle lo ha gritado en cada cartel pequeño o grande en manos de niñas, jóvenes y adultos: “Se metieron con la generación que tiene nada que perder”. “Nos han robado tanto que hasta se llevaron el miedo”. “Lucho para no tener que irme del país”. “Vándalos los que se roban los puentes y la plata de la alimentación escolar”; dejando bien claro que quién está en la calle “¡No es Petro; somos los nadie!” y que, “Si así no se protesta, así no se gobierna”.
En un contexto turbulento, en el que siguen desarrollándose dinámicas cosmopueblerinas que hacen de la urbe colombiana un escenario abigarrado, conformado por sujetos de distintas procedencias que rehacen la vida mientras se acomodan, como pueden, en espacios precariamente incorporados al disfrute de la ciudad y levantados sin Estado o de espaldas a sus regulaciones.
Aunque dos siglos de vida republicana agiganten las generaciones que han vivido acumulando destierros, violencias, padecimientos, dolores y decepciones en cada barriada vieja y nueva, tercamente se insiste en llamar “vándalos” a quienes ya no aguantan más la orfandad institucional en la que resisten los feroces embates del infortunio, la desigualdad y la pobreza. Estos, los que “la gente de bien” gradúa de sediciosos, son las y los sujetos que reconstruyen e inventan sus identidades en territorios atestados de gente, espacialmente ajustados a pedazos y crecidos con la urgencia de resolver a tientas los problemas que se les presentan en medio de la precariedad, la carencia de oportunidades y el padecimiento de ostentar una ciudadanía relegada o de segunda.
De ahí proviene igualmente un nutrido grupo de gente con bajo nivel educativo y altas necesidades insatisfechas, a las que mueve el discurso de la autoridad contra el desorden y la exaltación de ser “pobres pero honrados” y emprendedores que producen y no paran. Pese a que hay un altísimo nivel de pobrismo entre los seguidores de Uribe, esta facción de la contienda política se encuentra mejor representada en un sector poblacional emergente y auxiliar de los más acaudalados, que incluso ha salido a la calle con armas disparadas a “los indios” y “guerrilleros hijueputas”, acusados de ultraizquierdistas, mamertos trasnochados, atenidos que todo lo quieren gratis y vagos sembradores de anarquía que deberían estar estudiando.
No es Petro, es el pobretariado. Ese enorme ejército de desempleados, ocupados a cuenta propia, trabajadores informales, empleados precarizados, trabajadores cesantes sin seguridad pensiona y pensionados sin oportunidades de disfrutar lo ahorrado en toda la vida laboral, está sosteniendo en la calle una contienda desigual y desproporcionada, acosados por terratenientes, industriales, comerciantes y banqueros a los que no les inmuta usar, con total descaro, las fuerzas gubernamentales que defienden sus intereses, incluso perpetrando acciones paramilitares nocturnas o fomentando la expresión armada de “las gentes de bien” a plena luz del día y en la complicidad de los uniformados.
Sin soluciones a la vista, un presidente sordo al que desautoriza en público su impulsor y el partido de gobierno, se encierra en la concha contra la que chocan los problemas que se agigantan y reclaman escucha. Imposible que haya diálogo; así Petro también esté invitado a Palacio.
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