Cuando la muerte tiene color

Por Última actualización: 19/11/2024

12 de agosto de 2021

 

 

Por: Arleison Arcos Rivas

 

 

Cali es la ciudad en la que, con mayor crudeza, se expresaron tensiones, conflictos y situaciones mortales durante el paro nacional del 2021 en Colombia, producto de actuaciones policiales sin respeto alguno al derecho a la protesta y a quienes se manifestaron durante más de 60 días de marchas, plantones, vigilias, veladas, sentadas y tantas otras acciones políticas, ciudadanas, artísticas y de hecho, permitieran hacer sentir el desencanto y la agitación de diferentes públicos movilizados, especialmente las generaciones más jóvenes. También es la ciudad en la que, sin compasión alguna, fueron masacrados cinco adolescentes afrodescendientes, el 11 de agosto de 2020. En ambos contextos, seguimos contando víctimas del desprecio por la vida de las personas afrodescendientes.

Diferentes informes fueron preparados para dar cuenta del estado de zozobra que, con datos probados, demuestran el carácter racializado y discriminatorio que alcanzan las expresiones de violencia en la ciudad, como “parte de una dinámica prolongada de violencia y discriminación estructural” en la que queda altamente representada la población afrodescendiente. Así se recoge en el “Informe afectaciones a pueblo negro afrodescendiente en Colombia el marco del Paro Nacional”, preparado por un conjunto de personas y organizaciones defensoras de derechos humanos en la ciudad.

Tal dinámica da cuenta de un hecho protuberante: Más de la tercera parte, 39 de los 107 homicidios documentados durante el paro, tuvieron como víctima a personas afrodescendientes; cifra dantesca que gana mayor relevancia cuando se sitúan en la geografía de la ciudad las denuncias en territorios de mayor concentración poblacional afrodescendiente, asociadas al uso de fuerza desproporcionada, al perfilamiento racial, la actuación criminal uniformada, la conformidad con la violencia de las bandas y la revictimización a personas afectadas por el desplazamiento y el desarraigo.  

El informe “análisis étnico-racial del uso excesivo de fuerza por parte de los agentes del Estado”, da cuenta de que “el perfilamiento racial basado en los estereotipos negativos y racistas de los jóvenes afrodescendientes no solo sustenta las acciones de violencia por parte de los agentes del Estado, sino que también es fundamental en la tendencia institucional de negación de la responsabilidad estatal y la impunidad”. Dado que las cifras oficiales no desagregan la pertenencia étnica de las víctimas, agresores y detenidos, esa consultoría encuentra que tal práctica “invisibiliza los patrones de conducta racistas del gobierno”, siendo Cali la ciudad colombiana con mayor población afrodescendiente. 

En igual sentido, un análisis precedente publicado por el Observatorio de Discriminación Racial, ya registraba formas diferenciales o perfiladas de abuso por parte de miembros de la fuerza pública que “no están preparados para trabajar en esas zonas”, según reconocía un alto oficial de la policía, evidenciando el carácter estigmatizante del etiquetamiento todavía practicado en comunas y barrios con alta población afrodescendiente. 

Con lo dicho, queda claro que en Cali la muerte tiene color y las violencias se significan en la piel y se sitúan en territorios específicos; tal como en Llano Verde, un barrio en el que, un año atrás, cinco adolescentes afrodescendientes fueron masacrados en un entorno territorial revictimizado, ocupacionalmente segregado, socialmente racializado y precariamente integrado a la ciudad; evidenciando las invariantes del racismo estructural instalado en “la Sucursal del Cielo”. 

De lo que se sabe, parece haberse descartado hasta ahora la participación de policiales en semejante acto desmedido. Sin embargo, aún resuena en las voces de las familias el desencanto y la indignación porque no se actuó en el momento asegurando el terreno y provocando la detención de personas presentes en el sitio, que podrían haber estado implicadas en la masacre. De hecho, nadie ha podido justificar racionalmente por qué en el lugar se encontraban agentes uniformados antes de que las familias lograran ubicar a sus muertos, ni los motivos por los que algunos niños indican que fueron indagados para que reconocieran a delincuentes fotografiados por la policía. 

En lo que se ha demostrado, se evidencia la permanente afectación a la vida de quienes, en Llano Verde y lugares semejantes de la ciudad, padecen el trato despreciativo, la minusvaloración y la estigmatización asociada al desplazamiento y al color de la piel; en un entorno en el que sujetos y organizaciones delincuenciales vinculadas con el tráfico de narcóticos y armas prestan servicios de vigilancia a dueños y contratistas de cañaduzales. 

Los tres perpetradores identificados por las autoridades han convenido beneficiosos preacuerdos con la Fiscalía, generando mayor insatisfacción en las familias que consideran injustas tales condenas, ante la felonía perpetrada contra sus hijos indefensos. “En vez de tener nosotros beneficios, los tienen los asesinos”, dice uno de los padres a los que el dolor todavía le quiebra la voz; mientras que una de las madres sigue reclamando justicia, y se pregunta “por qué motivos torturaron y masacraron a estos angelitos”. 

En Llano Verde todo son preguntas, porque todavía resulta inexplicable la inmisericorde muerte de cinco adolescentes, masacrados por el delito de meterse a un lago a refrescarse y cortar una caña para endulzar sus tristezas.

Sobre el Autor: Arleison Arcos Rivas

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