24 de noviembre de 2021
Por: John Henry Arboleda Quiñonez
Cada vez se hacen mas vagos los recuerdos de aquel tiempo de finales de los ochentas, cuando terminando la niñez y entrando a la adolescencia. Los pertenecientes a mi generación, los primeros tumaqueños nacidos en Cali, veíamos entusiasmados florecer el movimiento social afrocolombiano y toda la pléyade de líderes y lideresas, que empoderados y empoderadas, emitían discursos y daban orientaciones con respecto al quehacer de las organizaciones artístico-culturales de los barrios del oriente de la ciudad. Nos invitaban a pensar nuestras actividades comunitarias de danza, teatro, música tradicional, en clave de reivindicación de derechos de nuestros pueblos, centrados en la pertenencia étnico-racial y cultural, teniendo como centro nuestras raíces afro-pacifico.
¿Cómo no sentir emoción al recordar las primeras apariciones del maestro Juan de Dios Mosquera, en los ensayos de danza de la Colonia Chocoana, los sábados en el salón de la iglesia de Santiago Apóstol? Como eso, lo veíamos los más jóvenes, aquellos que íbamos a noveleriar. Era como presenciar la llegada de una suerte de apóstol, que, con su entonación y vehemencia, nos formaría para hacerle frente a ese racismo enraizado en la sociedad caleña y padecido por la comunidad negra que habita esta ciudad. Tras de él, vimos llegar a otros lideres negros y lideresas negras, que se pensaban las formas de superar los obstáculos que se vivían en los pueblos de origen.
Puedo recordar el carácter del aún joven en esos momentos, Carlos Rosero, enseñándonos la importancia de ir a la universidad y de cualificarse académica y políticamente. Con el y junto a él, en un fluir de pareceres, demostrándonos la importancia del hermanamiento, escuchábamos la melodiosa y gratificante voz de Libia Grueso, insistiendo en el valor de enunciar, hacer y existir sin perder el foco de la cultura afro-Pacífico, pues era esta, según su parecer, la que nos daba los sentidos a existir y re-existir, en esos momentos de prolongación física de la ciudad y consolidación de las zonas marginalizadas del oriente, habitadas mayoritariamente por personas negras procedentes del pacifico colombiano.
La convulsión propia de la adolescencia en las zonas marginales de la ciudad de Cali, me lanzó a los brazos de la fría y parca ciudad de Bogotá, a inicios de la década de los noventas. Junto a mi hermana mayor, María Eugenia, vimos y vivimos la emoción de esta cohorte de lideres y lideresas agenciando la participación de nuestro pueblo en la constitución del 91. Los espacios se volvieron cada vez más cotidianos, tuvimos la suerte de ser adoptados por las familias Quiñonez y Alomía en su restaurante Secretos del Mar, que se convertiría en la embajada afrocolombiana en esta ciudad. A la corta edad de 14 años, mis tías Fanny Milena y Ruby Victoria Quiñonez, casi que me obligaron a participar de los talleres pedagógicos infantiles, para los hijos de la gente negra que participaba de las discusiones.
Estos talleres, no eran más que la introducción a los mundos de la etno-educación, que, desde estos momentos, las maestras negras en formación y las recién graduadas de las facultades de educación, nos ofrecían a esa nueva generación, que debía tener claro el valor de la diversidad y la diferencia. Así entre talleres y ser designado para repartir de cuando en vez los tintos y el pan, que se resolvían después de las colectas, fui adquiriendo la conciencia de querer ser como esos mayores y participar de las luchas con el mismo amor y sacrificio que ellos y ellas lo hacían.
Así, vimos consolidar una generación de lideres y lideresas, que enunciaban, reivindicaban y representaban a sus organizaciones, de la mano de las comunidades, generando mejores opciones de futuro para aquellos que veníamos creciendo y teníamos las ganas de tomar la posta y dar a lucha sin claudicar, ni vender la dignidad de nuestros pueblos. La introducción de articulo transitorio 55 de 1991 y la posterior promulgación de la ley 70 de 1993, fueron hitos que reafirmaron en nosotros la convicción de que la organización social, comunitaria y política, eran las rutas para dignificar la existencia. Estos triunfos traerían consigo efectos impensados en la naciente y dinámica red de organizaciones que ahora se hacían visibles en las ciudades.
La ley 70 y su truncada reglamentación, permitió espacios de interlocución, acceso a cargos representativos con el Estado y los gobiernos y la famosa llegada de la cooperación internacional. La proyectitis, se convirtió en una enfermedad incurable en el seno del movimiento, las luchas por los espacios de representación distanciaron los liderazgos e impidieron la continuidad de las luchas real y fehacientemente articulada de las organizaciones y la participación político-electoral, terminó por conducir buena parte de las expresiones organizativas, hacia una redes clientelares que dificultan cada vez más el dialogo y la confianza entre propuestas comunitarias, que en otrora caminaban de la mano.
La entrada a la universidad pública hacia mediados de los noventas, entre los debates con los estudiantes de izquierda y la fortalecida expresión afro-universitaria, en su articulación con las organizaciones comunitarias del ya consolidado Distrito de Aguablanca y la apertura de algunos sitios de rumba, que hicieron culto a algunos aspectos de la cultura e identidad afrodiaspórica, esto resultado de las romerías de los lideres y lideresas referenciados en párrafos anteriores, reavivaron los ánimos de pertenecer a una organización negra, afrocolombiana o de negritudes como era referenciada en esos momentos. La campaña del orgullo negro en Cali, las ferias de la cultura en el Distrito de Aguablanca, los grupos de rap, dance hall y los cine foros, todos confluyendo en el fortalecimiento de la conciencia de ser negro en Colombia, fueron ese escenario aprovechado, en el que hicimos inmersión y soñamos la transformación radical de las realidades de las comunidades negras del país.
Recordar esos momentos de emergencia, consolidación, desarrollo y expresiones claras de decadencia del movimiento afrocolombiano, me generan, no solo a mí, sino a gran parte de mi generación, que simultáneamente estaban recibiendo la línea organizativa del proceso, una sensación de desasosiego intenso, poniéndonos a pensar
¿Qué pasó con los destinos trazados por el movimiento social afro?
En qué instante se perdió el fervor de la lucha? cuáles fueron los acontecimientos concretos que impulsaron los cambios de orientación en las relaciones entre lideres, lideresas y de estos para con sus organizaciones y comunidad en general.
Porqué hoy vemos llegar a cada espacio nacional de representación o consultoría, a unos líderes y lideresas, que al mejor estilo de reyezuelos y reyezuelas, arriban con sus cortes y cortesanos a defender los feudos más preciados de lo que consideran su reino, sin importar historia, trayectoria, aportes y sacrificios hechos por los demás militantes del movimiento que han dedicado su vida a dignificar el existir de nuestros pueblos. Imposibilitando el dialogo y el refortalecimiento de las entonaciones organizativas, que tanto eco tuvieron entre finales de la década de los noventas e inicios del dos mil.
Entre esa generación formada a partir de las enseñanzas de estos lideres y lideresas, existimos una buena cantidad de personas ya no muy jóvenes, que, reconociendo el valor de su labor y la calidad de su quehacer, les exhortamos a retomar sus voces, para que juntos entonemos nuestros cantos, para formar la inmensa orquesta, que compondrá las mejores melodías que escucharán nuestros pueblos y la sociedad colombiana en general. Aquí les extendemos nuestras manos, ofrecemos nuestras fuerzas y experiencias adquiridas por si piensan regresar.
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