¿Por qué este país está jodido?
Por: Arleison Arcos Rivas
La emblemática Editorial Oveja Negra publicó hace 30 años un libro en el que varias voces del momento se preguntaban en qué momento se jodió Colombia. Más allá de las respuestas sobre la situación de un país que, a fuerza de torcer su ortodoxia legislativa se obligó a reformar la Constitución conservadora de 1886, persiste la inquietud por saber cómo y por qué este país anda tan jodido que no parece encontrar rumbo alguno, luego de dos siglos de historia republicana.
Hilvanando sus artículos, pese a trasegar “sin un modelo de desarrollo en vísperas del siglo XXI” y ante la fotografía del “momento en que la inflación se tomó́ a Colombia” alguno de los autores se arriesgaba a afirmar que “¡el país no está jodido!”. La mayoría de los ensayistas (todos hombres) buscaba revelar “la cara oculta de Colombia”, apuntando a entender las “causas y efectos de la realidad colombiana” y las claves interpretativas que llevaron a adoptar “la violencia como método” antes que a revestirse con “la arma-dura de la paz’’; evidenciando igualmente la complejidad de “construir la paz en el vacío ético y social”.
Treinta años después, si intentáramos precisar la sórdida jodidez de este país tendríamos que explorar nuevas referencias que llevaran a advertir al menos cuatro asuntos complejos, aquí apenas barruntados, que revelan la urgencia de superar el marasmo y la pesadez de cargar, por siglos, conflictos irresueltos en un país que aspira permanentemente a contar con una segunda posibilidad sobre la faz de la tierra:
1. La omnipresente ilegalidad
La connivencia con el delito no es nueva ni extraña en el país. Desde el contrabando de productos que ingresaban disfrazados en los registros de esclavizados hasta las maromas legales con las que se sirve vaca de caballo y burro viejo en los restaurantes escolares, en este país se han implementado e innovado con todas las formas imaginables de estimular la criminalidad. No por nada hasta los más pequeños conocen el significado del dicho según el cual “hecha la ley, hecha la trampa”, esmerándose en “no dar papaya” porque “papaya puesta, papaya comida”.
2. La desinstitucionalización imperante
Como si el relajo de las prácticas sociales no fuera suficiente, el avance desregulado en la actuación institucional no da descanso. Sin rubor alguno, en todos los niveles de la administración pública, la prestación de seguridad, la administración de justicia, el ejercicio legislativo y la función ejecutiva se registran altos y bajos niveles de corrupción que identifican la configuración de familias clientelares en connivencia con fuerzas particulares con las que se establecen puertas y escaleras de acceso entre el sector público y privado; convirtiendo al Estado en un apéndice del interés corporativo, cada vez con mayor intensidad.
3. El exterminio como estrategia de poder
Desde su origen, las naciones americanas fueron sometidas a inusitadas prácticas de exterminio que diezmaron a los pueblos indígenas, destruyeron sus ciudades y culturas, anularon los códigos societales e impusieron a la fuerza un solo dios, una sola lengua y una sola cultura, hispanizada, anglosajona o lusitana.
Entre nosotros, el sostenimiento del poder por cualquier vía ha sido norma perenne y quienes se han resistido a los desafueros de la autoridad han pagado caro su osadía. Ya sea por el peso de la fuerza estatal o por la acción de irregulares aliados, las elites tradicionales y emergentes han consolidado un escenario económico y político sin mayores fisuras que refleja los altos niveles de captura institucional y bloqueo de las alternativas; sea que se utilice la cooptación, la desaparición o la eliminación de las oposiciones y disidencias como estrategia para su exterminio. La radicalidad con la que el otro es convertido en un enemigo absoluto no tiene parangón equiparable siquiera con la virulencia de las dictaduras en “la democracia más antigua del continente”.
4. Las tecnologías de la dominación
Sometidos al desafuero esclavista, buena parte de los pueblos de África padeció el cautiverio de sus hijos e hijas en condiciones inhumanas permanentemente retadas por quienes nunca se acostumbraron al peso de las cadenas ni al rejo sobre su espalda, alimentando el grito emancipado y libertario siempre que les resultara posible, hasta la muerte de ser preciso.
Sojuzgados, quienes se enfrentan a las tecnologías de dominación han padecido el cepo, el aprisionamiento, los ahorcamientos rituales, la desmembración y la muerte a manos de quienes han domeñado las instituciones, armándolas en todas las épocas contra las mayorías y los de abajo; en un país en el que se volvió rutina pensar que “al pueblo nunca le toca”.
Como si fuera poco, comunidades campesinas y pequeños poblados han vivido muy pocos días de tranquilidad en su historia, marcados por la zozobra, el gamonalismo y la penetrante presencia de actores desregulados, guerrillas, narcotraficantes y actores estatales desnaturalizados.
5. La salida: renunciar a la jodidez
Con todo y que la suma de angustias, tristezas y padecimientos en el que se precia de ser uno de los países más felices del mundo, parece más una sustracción; si aspiramos a vencer la jodidez atisbando hacia mejores días, habrá que acudir necesariamente a la fuerza resiliente de la gente que ha persistido entre guerras, destierro y horrores para la que siempre será posible repotenciar el vademécum del optimismo. No queda otra alternativa que insistir en la agitada práctica de pervivencia probada una y otra vez por las y los renacientes.