Una opinión pública saludable
Por: Arleison Arcos Rivas
Por más de dos décadas en Colombia hemos padecido una agitación mediática que ha resultado peligrosa e inconveniente para el propósito de promover la diversidad de opiniones en un escenario deliberativo juicioso. De hecho, toda nuestra historia republicana e incluso un significativo periplo colonial ha estado signado por el impacto intolerante y violento del faccionalismo político y el sectarismo informativo. Hoy, sumado al precipitado histórico cuasi separatista que alimenta nuestras desgracias como nación, los bandazos y coletazos de un nutrido grupo de informadores radiales, televisivos y periodísticos han desencadenado feroces enfrentamientos en redes sociales, de los que también participan las mismas voces de políticos y funcionarios que habitualmente difunden sus opiniones en los grandes medios tradicionales, todos ellos propiedad de las familias clientelares que controlan a los agentes, los recursos y los flujos de interacción entre los asuntos públicos y los negocios privados.
Vicky Dávila, Luís Carlos Vélez, María Isabel Rueda, Julio Sánchez Cristo, Claudia Gurisatti, Hassan Nassar, Darcy Quinn, Néstor Morales, Diana Calderón, entre muchos otros y otras, son informadores etiquetados en diferentes plataformas como “antiéticos”, “enemigos del pueblo”, “vendidos” o “periodistas prepagos”; situándoles como extremo colaboracionistas de la derecha y lo instituido en el país. Incluso los mismos medios en los que trabajan resultan siendo objeto de bloqueos y borramientos al vincular a RCN, Caracol, Blu, la W y Revista Semana como propulsores de desinformación y parcialidad informativa.
Aunque la lista se quede corta, María Jimena Duzán, Gonzalo Guillén, Sara Tufano, Julián Martínez, Cecilia Orózco, Daniel Coronell, Juliana Ramírez, Ariel Ávila, Antonio Morales, José Guarnizo, Yolanda Ruíz, Juan David Laverde y otros más son presentados como “periodistas valientes”, “aguerridos”, “veraces”; algunos de los cuales todavía sostienen sus espacios en medios tradicionales, aunque la mayoría manifiesta sus análisis y opiniones en soportes alternativos digitales, fundamentalmente, con un marcado acento crítico por el que han resultado víctimas del perfilamiento oficial, permanentes amenazas e incluso han padecido atentados, persecuciones y hostigamientos en sus sitos de trabajo. Justamente, en medio de la escritura de esta columna, se sucede la renuncia masiva de un grupo de opinadores y periodistas que por largo tiempo habían sostenido a la Revista Semana como un medio decoroso en el contexto informativo local, apelando a la independencia periodística, la ética informativa y la imparcialidad en su línea editorial; lo que evidencia el agarre y compromiso de ese y otros medios con intereses corporativos antepuestos a la opinión pública.
Más allá de las posturas de unos y otros, resulta evidente que los diferentes públicos del país han estado expuestos a la penetración informativa mediática sin tamices ni filtros que les permitan hacerse su propio juicio frente a los asuntos que ocupan a los comentaristas e informadores; muchos de los cuales han convertido sus espacios en escenarios de propaganda y publicidad de personajes cuestionados en la vida nacional o terminan por ser obsequiosos frente a determinadas figuras con poderío económico y reconocimiento político, al tiempo que resultan severos persecutores de aquellos que se ganan su desafección.
En todo caso, alimentando supuestas polarizaciones quien pierde es la opinión pública. Pese a que las ideas son lanzadas al aire en “horizontes abiertos, porosos y desplazables”, la confección de la opinión pública como “red para la comunicación de contenidos y tomas de postura”, tal como propone Habermas, se rompe y resulta inútil cuando su urdimbre es la mentira, sus hilos son las maledicencias y su aguja es el engaño.
Si reconocemos el vínculo intrínseco entre medios y públicos como una oportunidad para contribuir al desciframiento de lo que acontece, la parcialidad en las fuentes informativas no sólo evidencia la precariedad con la que se configuran las ideas y opiniones circulantes en nuestro entorno sino, además, la banalidad en la que las mismas se instalan, cargadas de prejuicios, odios, evitamientos, resquemores y malquerencias. Si bien el periodismo nunca ha estado al margen de las pasiones humanas, su reclamo de objetividad e imparcialidad siempre le ha blindado de convertir a quienes profesan ese oficio en meros predicadores de odios o cortesanos lisonjeros. Por eso resulta inconcebible que se hable de polarización entre las y los ciudadanos de este país cuando son los mismos medios, comunicadores y opinadores quienes se mantienen fijos e irreconciliables en ficciones y posturas diametralmente opuestas respecto de los asuntos nacionales.
De hecho, el resultado del plebiscito por la paz resulta sorpresivo y la posterior implementación a cuentagotas de los acuerdos con las FARC ofusca, habría que enfocarse en identificar los vórtices y retruécanos con los que se ha procurado cebar a las y los colombianos con menor educación y acceso limitado a fuentes informativas diversas y heterogéneas, en lugar de contribuir a la elucidación y afinamiento del juicio libre, alimentar la capacidad de decidir con suficiente información y argumentar con veracidad.
Si lo público es un escenario, el público es un actor colectivo y la publicidad es la intención de transparentar las acciones, bien valdría la pena que opinadores, informadores y comunicadores se apresten a una saludable reflexión sobre sus aportes a la depuración de los insumos y materiales con los que minuto a minuto amplían o contraen las oportunidades para que los actores en dicho escenario contribuyan a revelar y publicitar sus intereses y posturas, sin que la consecuencia sea el levantamiento de fronteras, el sostenimiento de enemistades o la eliminación de los opositores. ¡Peor aún en los tiempos de las noticias falsas y la cacareada posverdad!
Eliminar la virulencia, sopesar consecuencias, limitar la emocionalidad, moderar la discordancia en un país crecido entre turbulencias y frecuentes episodios de guerra e intercambios societales violentos contribuye a que las y los comunicadores y periodistas de todas las proveniencias se encuentren en lo público y consoliden un mercado ideológico saludable que promueva mejores interacciones entre quienes, tal como vemos y padecemos, asumen como propias las posturas circulantes.