Amos y señores
14 de marzo de 2023
Por: John Jairo Blandón Mena
El paro minero en las subregiones del Nordeste y el Bajo Cauca antioqueño ha reafirmado lo que para sus más de 350 mil habitantes una realidad cotidiana. El Estado colombiano con toda su institucionalidad no tiene la soberanía en esos territorios. Por décadas, los habitantes de esos auríferos, ganaderos, agrícolas, y ahora, cocaleros municipios han estado a merced de diferentes estructuras armadas ilegales de toda índole.
Todos los indicadores de violencia están en rojo. La disputa de las millonarias rentas criminales de la minería ilegal y el narcotráfico entre todos los grupos paramilitares rebautizados como Caparros y Clan del Golfo; y las guerrillas del ELN y las disidencias de las FARC tienen a la población civil en medio de un cruento conflicto que pareciera tener como causa principal la inmensa riqueza que subyace y atraviesa esas dos subregiones.
La falta de soberanía del Estado es evidente. Pasan y pasan los días de bloqueo de la troncal que conecta a Medellín con la Costa Atlántica, y la institucionalidad poco o nada ha podido hacer para frenar el confinamiento de la población y el cierre masivo de todo el comercio en los principales cascos urbanos. En medio de todo, un comunicado del Clan del Golfo afirmando que no está detrás de las acciones del paro, deja más dudas que claridades, porque para los habitantes se preguntan ¿Cómo puede ser eso posible si en estos territorios ese grupo lo controla absolutamente todo?
Esto ocurre en el marco de unos embrionarios diálogos que pretenden por parte del Estado someter a unos a la justicia y negociar con los otros cambios radicales para la nación. El sometimiento de estas estructuras no será fácil, pues sólo se somete quien está derrotado o no ve prosperidad en su camino. Las estructuras neoparamilitares tienen el control territorial que el Estado ha perdido en la Colombia profunda. Y los grupos guerrilleros, tal como lo acaba de plantear recientemente el ELN en México, solo avanzarán en un proceso de diálogo si hay transformaciones estructurales en el país.
Entretanto, lo urgente y perentorio son los alivios humanitarios para las poblaciones afectadas por bloqueos, confinamientos y la estela de violencias que se agudizan por doquier en las ruralidades del país. Las negociaciones y diálogos no pueden hacerse en medio de las balas. Si la mesa no avanza en ese propósito, las comunidades tienen la autonomía para impulsar acuerdos humanitarios en sus territorios, tal como se intenta en algunas zonas del Pacifico.
Por ahora, el paro minero en el que participan decenas de miles de civiles debe servirle a la nación para comprender que el conflicto armado en Colombia no se resuelve por la vía militar. Los tentáculos del conflicto se traslapan con tantos intereses de la sociedad civil, que los fusiles terminan siendo solamente un eslabón de la compleja cadena de la guerra. En el Bajo Cauca y en el Nordeste hay que definir una política de protección a los mineros artesanales y ancestrales y hacerla compatible con los intereses de la gran industria. Además, el Estado tiene que imponer su autoridad para parar la minería criminal que destroza el medio ambiente y envenena el presente y el futuro de esas comunidades.
El presidente Gustavo Petro, quien ha puesto todo su empeño en sus primeros meses para consolidar procesos de pacificación que materialicen la paz total, parece estar adoptando una posición distinta frente a las recientes acciones de guerra en contra de la población civil en el Bajo Cauca y el Nordeste de Antioquia. Y le planteó claramente al Clan de Golfo que tiene la oportunidad histórica de acoger su mano para someterse a la justicia y dejar las violencias y las economías ilegales. Por el bien del país, auguramos que su oferta sea valorada y cese la confrontación en los territorios. De lo contrario, serán siendo ellos amos y señores en medio de una creciente crisis humanitaria para las poblaciones más vulnerables.