13 de abril de 2023
Por: Arleison Arcos Rivas
Tras el romántico encanto con la idea de una nación acrisolada, cuyo mestizaje habría superado el atavismo racial, Colombia decidió por largo tiempo ignorar las variantes locales del racismo, hasta negar incluso su persistencia. Como en la canción de la icónica película, mientras se siente su presencia fantasmagórica entre las quebrantadas paredes de la nacionalidad, aquí no se habla de racismo, no, no, no.
Desde los tiempos bolivarianos en los que se evitaba una guerra de razas ordenando el asesinato de las voces afrocolombianas más connotadas en la independencia, no sólo el temor a la pardocracia ha alimentado la obcecación racial en el país. La sola idea de compartir los escenarios académicos, económicos y políticos con figuras que contradicen y resisten el proceso de mestizaje y blanqueamiento promovido institucionalmente condenó al marginamiento sistémico a las regiones costeras y ribereñas, así como a los entornos rurales y urbanos mayoritariamente habitados por afrodescendientes, bloqueados en los relatos de la nación.
El imaginario colonial que convirtió en “negros” a las y los descendientes de pueblos con procedencia africana en América, esclavizó igualmente la memoria de la africanía, al tiempo que la invención republicana exaltaba la hispanidad; cerrando toda oportunidad imaginativa de la afrodescendencia por fuera de tal mistificación en la sociedad integrada o reconocida como mayoritaria. Sobre semejante “maldición corporal y psíquica” que, aun hoy, atraviesa “la experiencia vivida de ser negro”, se afirmó y radicalizó la distinción entre seres superiores e inferiores que condenó al oprobio racista a quienes en su piel hacen patente el cromatismo originario africano.
Junto al color de la piel, los territorios fueron satanizados e imaginados como espacios de indolencia, pereza y malignidad. Desconociendo las tácticas de obliteración propias del legado colonial, se decidieron políticas y prácticas institucionales que resultaron contrarias al mejoramiento infraestructural, educativo y socioeconómico de departamentos condenados al empobrecimiento, como El Chocó, de las zonas costeras del Pacífico, y de buena parte del eje cultural Caribe.
El racismo nuestro de cada día, tanto como las bases estructurantes del racismo institucional persisten, estableciendo ordenes de discriminación que se reproducen en procesos sociales discriminatorios, en la reiteración de prácticas de evitamiento, en la manifestación de prejuicios contra los otros, en la burla y la animalización de las expresiones de intolerancia, en la negación de reconocimiento igualitario, en el «cómo le pegaste a esa pelota, mi negro», en el uso de “simio”, “esclavo” y “negro”, como insulto dirigido a hombres y mujeres afrodescendientes, en la eterna vigilancia a quien, por “negro, si no la hace a la entrada la embarra a la salida”… y la lista continúa.
Como se registra a diario, la emblemática llegada de Francia Elena Márquez Mina a la Vicepresidencia de la República de Colombia ha exacerbado los ánimos de quienes, antes que acogida y reconocimiento, ven tal elección como una amenaza que contraría el carácter monocromático con el que se expresa tradicionalmente e poder en el país, agravando las acciones de hostigamiento y la discriminatoria persecución a la identidad fijada en la piel.
Sobre ella y otros personajes con altos cargos, sobreabunda la exotización, la eterna exaltación del origen marginal y lastimero, la burla por la dicción regionalizada, la sorpresa ante la exhibición de títulos, premios y reconocimientos. Denotando el peso de las categorías raciales, no sólo el color de la piel, sino la trayectoria educativa y social ascendente, se convierte en objeto de cuestionamiento, vigilancia, alerta y sorna; incluso para detectar señales de incorrección que permitan poner en duda o desestimar a quien habla con dejo regional pacífico o caribeño, o se muestra con tocados, vestidos y prendas étnicas. De la misma manera, se denuncia como “delirio de grandeza” o “lucimiento” el que, producto del mejoramiento salarial acorde a la posición burocrática, sujetos afrodescendientes decidan residir en casas de alto estrato o condominios rurales, usualmente asociados a la elite monocromática.
En redes sociales, en la escritura periodística o en entrevistas televisivas, se deja ver la sombra del fantasma. El cultivo de la opinión pública ha cedido estos espacios al afinamiento de la política del desprecio. Sin que pueda afirmarse la instalación del odio racial en el país, se imita el uso y las maneras de señalar y discriminar propia de las naciones que establecieron líneas de color, promovieron el separatismo geográfico y formaron a su población para la vida segregada. Referirse a personas de piel oscura como africanos para infamarles, remitir a la procedencia territorial chocoana o costeña como un insulto, perpetuar afirmaciones cargadas de salvajismo y animalización, vincular la piel con el color ocre de la mierda, con reproducir fórmulas jerarquizadas de inferiorización, hasta reiterar formas discursivas deterministas que todavía sorprenden por su cotidianidad, como “el negro tenía que ser”.
Como si persistiera una continuidad colonial con la que “vestido, tratamiento y servicio eran diferenciados de los hombres libres”, el racismo alimenta la idea de distinción y no pertenencia inscritos en el color de la piel, la procedencia geográfica, la precariedad socioeconómica. Como si, por ejemplo, el pacifico fuese una selva pobre y negra, se predica de las gentes de la región cierta idea esencializada de miserableza, degeneración y decaimiento moral que opera como marcador denigratorio, reviviendo el viejo e irresuelto debate por “los problemas de la raza en Colombia”.
Ante tal actitud obcecada, el sonado “de malas” vicepresidencial, que bien podría haber sido proferido por cualquiera otra persona racializada, antes que una manifestación de arrogancia, opera como una directa y orgánica inflexión de cansancio y fastidio ante el juzgamiento pertinaz, el melindroso cuestionamiento y la desenfrenada persecución mediática a quienes logran destacarse y aspiran a figurar sin docilidad ni sumisión, conscientes del sostenido señalamiento a su origen, color y condición.
Contrario al sostenido desmonte del fanatismo científico, biología, imaginario y representación siguen jugando en contra de las y los afrodescendientes en la calle, en los medios o ante la exposición de quien ocupa un cargo público, afectados por la permanente detonación del racismo nuestro de cada día. Por ello hay que hablar de sus manifestaciones, desenmascararlas y denunciarlas por todos los medios disponibles, hasta que el fantasma muera, el problema ceda y la lucha gane. Ese es el sentido fuerte con el que debe reconocerse la inusitada condena que recibirá Luz Fabiola Rubiano, en cumplimiento de la ley 1482.
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