La maquina de votar
[elfsight_social_share_buttons id=»1″]
26 de mayo de 2022
Por: Arleison Arcos Rivas
Cuando surge el voto en las sociedades occidentales, el postulado inicial sobre el que se justifica su universalización y generalización apuntaba al fortalecimiento de la idea filosófica de la mayoría de edad con la que individuos dotados de entendimiento y razón valoran decisiones políticas, anteponiendo el común al bien personal o subjetivo, eliminando así cualquier maquinación al votar.
En las sociedades republicanas, aquellas que adoptaron el sufragio como estrategia decisional, ese instrumento ha sido cargado de postulados virtuosos asociados a la calidad del votante, la responsabilidad con la elección, la probidad del elegido y la justicia del proceso representativo o delegatario del pueblo soberano expresado en las urnas.
En aras del reconocimiento igualitario, las mujeres hicieron extensivas para ellas no sólo la facultad de valerse del propio entendimiento sino la potestad de elegir y ser elegidas, igualmente; por lo que, a diferencia del voto en el siglo XIX, censitario o restringido a hombres letrados que ostentaran propiedades junto a la mayoría de edad, hoy todas y todos pueden votar según el articulado constitucional, las leyes y los reglamentos que autorizan, restringen o prohíben hacerlo, condicionando igualmente la calidad de elegible por nacionalidad, por constricción penal o castrense y por circunscripción.
Pese a tal extensión del dictamen popular, persisten prácticas sociales, políticas y económicas que limitan e incluso bloquean el carácter decisional y soberano del voto. La articulación de clanes electoreros, la configuración familias clientelares, el perfeccionamiento de microempresas rentistas del sufragio y la aparición de outsiders o aventureros electorales animados por patrones, gamonales y narcotraficantes, juegan en contra de la dignidad electoral, poniendo precio al proceso, a la representación y al ejercicio votante.
Estas figuras, contrarias a la expresión voluntaria, irrestricta y libérrima de las y los ciudadanos en las urnas, incrementan los factores adversos a la mayor democratización de la vida pública, particularizando y privatizando la participación del electorado que responde a facciones, se apasiona por figuras o contribuye a alimentar el potencial de incidencia de un determinado clan o familia al vender su voto o endosarlo a cambio de puestos, contratos o prebendas que, cada vez más, ligan al compromisario a la exigencia de listados de votantes para permanecer en un empleo público e incluso privado.
La máquina de votar se mueve y funciona como un dispositivo de control de la imaginación política que constriñe la capacidad ilustrada de la ciudadanía, limitando sus opciones para elegir. Dado que el clientelismo alimenta cofradías y entramados corporativos que se organizan sobre la defensa del interés del grupo al que pertenecen, el elector pagado no tiene escapatoria decisional.
Para evitar fisuras que vaporicen o afecten la calidad del proceso maquinal, quienes alimentan la maquinaria electorera experimentan y profesionalizan las prácticas de inspección y vigilancia a lo que ocurra entre el cubículo y el arca depositaria de los votos. La capacidad de las autoridades públicas para contener esas acciones, que constituyen delitos contra el elector, resulta así burlada por la eficiencia técnica con la que decisores y financistas garanticen con alto grado de certidumbre el resultado en una mesa, un puesto de votación o incluso una zona electoral.
Sin embargo, votar no es una acción maquinable. Por mucho que se insista en la idea de familias clientelares, microempresas y maquinarias electoreras, el voto secreto, personal e intransferible no es sólo un ideal normativo. Ante la diligencia instrumental con la que operan los mercaderes electoreros, se levanta siempre la potencialidad decisoria de quienes, afectados por las malas decisiones y el deterioro de la política con sus efectos sobre la economía y las distintas dimensiones de la vida pública, abren los ojos, se quitan y rechazan prestarse al juego de la monetarización del voto.
Las elecciones, sin voto amarrado o comprado dependen de que la ciudadanía cumpla su oficio con diligencia y libertad. No sólo por la existencia de votantes de opinión, que valoran juiciosamente el peso de su participación en el proceso bajo la vieja fórmula republicana por la que un hombre o una mujer suman un voto consciente, sino por la potencialidad de los públicos para romper con las jerarquías burocráticas, las sociedades electoreras y las asociaciones de compraventa sufragista, entendiendo el voto como un derecho y el decidir como una opción de cambio.
Suena romántico, pero resulta necesario insistir en que el tamal o las monedas con las que alguien vende su voto serán cobrados con las lágrimas y el sudor de lo que cuesta sobrevivir apenas, nunca obtener empleo, endeudarse para estudiar o hacerlo en precarias condiciones, o enfermar por no tener acceso a servicios de salud con calidad.
Aunque se ha insistido en que el sufragio debe perfeccionarse para que se corresponda con actuaciones decisionales autónomas, conscientes y responsables, diferentes estrategias han sido implementadas para fomentar su universalización, incluyendo el hacerlo obligatorio. Sin negar que deban explorarse diferentes posibilidades para concitar la participación del mayor número posible, en DIÁSPORA invitamos a que toda y todo el que pueda y esté convencido de que votar tiene sentido, en el actual momento de nuestra democracia y nuestra sociedad, a que lo haga conscientemente y destruya, con su voluntad libremente expresada, la máquina de votar.