Manuel Zapata Olivella y el Pacífico colombiano Prolegómenos de un proyecto
Por: Juan Sebastián Mina[i]
La coexistencia no presupone el conocimiento del otro, ni muchos menos acarrea el interés por conocerlo. Sin embargo, establecer puentes para hermanar los terruños un en país decididamente regionalista como lo es Colombia, no sólo constituye un esfuerzo para reconciliar las experiencias, sino que también significa materializar las formas concretas de la comprensión, la revalorización y el progreso entre las partes involucradas. Esta voluntad del fértil reconocimiento de las igualdades, y del necesario reconocimiento de las diferencias, se conjuga en la persona de Manuel Zapata Olivella quien buscó articular la relación entre su natal Caribe y el Pacífico colombiano. Serán tres las excusas que dan cuerpo a esta gran excusa que es el texto, y que no tiene otra intención que ser un homenaje al griot que cantó las gestas africanas en América, y que con su vagabundaje abrió un camino que recorremos entre las dos regiones del país.
Como bien sabemos, y sufrimos, el aparataje colonial creó los saberes coloniales. Estos establecieron los patrones que determinaban lo comible y lo vestible, lo pensable y lo decible, lo escuchable y lo escribible; así, todas las instituciones daban cuerpo y justificación a este modelo social. Incluso la academia con la crítica literaria. Ante este escenario, Manuel Zapata Olivella desmorona la catedral impoluta y sesgada que erigió la tradición. El loriquero, junto al chocoano Rogerio Velásquez, uno de sus maestros, establecen una suerte de geopolítica del conocimiento entre el Caribe y el Pacífico a través de la nueva vertiente ensayística, más crítica, más amplia, más justa, y se disponen a cambiar la recepción de María (1867), de Jorge Isaacs. Este proyecto es un parteaguas porque considera, valoriza y potencia la presencia africana en la región del Gran Cauca, y la propone como un escenario de posibilidades ancestrales, étnicas y políticas, allende las económicas. Lejos del exotismo que representaban Nay y Sinar para la élite criolla, estos dos escritores afrocolombianos entienden y proponen que detrás de la humanización del esclavizado en esta novela, se alteran y desafían las nociones dominantes. En esa pequeña saga que compone la vida de estos dos personajes se gesta el grito literario que acompañará a Manuel durante toda su vida: ¡Libertad!
Otra excusa para estas páginas es el afán de ser del negro Manuel. Galopaba la década del 40; Bogotá despertaba del letargo industrial y era el lugar de acogida de muchos intelectuales. Manuel Zapata Olivella era estudiante de medicina de la Universidad Nacional y había en él un sentimiento de hambre y necesidad. Uno de sus profesores entendió sus afanes espirituales y sus ansias de ser. Era el profesor de la clínica médica, el doctor Alfonso Uribe, a quien el conocimiento de los síntomas de sus pacientes le había dado una reputación de sabio. Manuel Zapata recuerda que después de que este le auscultara el corazón, tomara la temperatura y tocara la consistencia de sus músculos, lo miró fijo, como explorando algún síntoma oculto, algo más en la vista desorbitada, y declaró su diagnóstico sin vacilaciones: “Afán de ser”. Este afán lo llevaría a recoger sus bártulos e ir a parar a Buenaventura, donde pretendía embarcarse hacia el norte. Pero la fortuna cambió boletos. Destino: Nuquí.
Ahí comenzó a escribir una novelita muy mala, según el mismo escritor, que se llamaba El cirujano de la selva. En esas tierras trabajó como médico y posteriormente vagabundeó por el San Juan. De su peregrinaje por el Pacífico profundo Zapata Olivella recoge y redimensiona el concepto de “El putas”. Fue ahí donde la accidentada experiencia y el hambre intelectual se rindieron ante la exuberancia de la región Pacífica. “El putas” no es más que el personaje que pudo sobrevivir a todo. Ya con el personaje, Zapata busca la gran epopeya donde el hombre muestre lo que es capaz de hacer: la encontró en la tragedia de 500 millones de seres humanos que habían sido arrancados de África, traídos a América y sometidos a la esclavitud. Esa epopeya es la más grande que la humanidad haya hecho en cuanto a la fusión de pueblos. Es el chicotazo en la cara de la ignominia que duró tres siglos y medio. Por eso decidió llamar su más ambicioso proyecto literario no solo Changó, sino “Changó, el gran putas”. Fue también ahí, en las selvas del Pacífico y en medio de las indias emberá y las parteras negras, que aprendió el parto en el agua, lo que le sirvió de sustrato para optar al título de médico en la Universidad Nacional. La fortuna es juguetona, pero siempre sabia.
La última excusa que enriqueció la brecha abierta por Manuel Zapata Olivella entre en Caribe y el Pacífico tiene nombre propio: Delia Zapata Olivella. Una vez escuché que alguien dijo que Delia dibujaba lo que Manuel decía. Delia tenía una belleza kinestésica, o al menos eso revelan sus fotos que, ni ella con su estatismo natural, dejan de captar sus movimientos. En 1963 Delia fue nombrada como Coreógrafa Titular y directora del Cuerpo de Danza del Instituto Popular de cultura de Cali – IPC. Para ese entonces ya había recorrido París, la Unión Soviética, China, Checoslovaquia, Alemania Oriental y Occidental, y había cerrado su recorrido en el Gran Festival Hispánico de Cáceres, España. En Cali como centro cultural de convergencia, y por su cercanía no solo geográfica, sino como vaso comunicante con los otros municipios del Pacífico colombiano, Delia desarrolló, y en esto fue pionera -cosa rara en los Zapata Olivella -la descripción de danzas folclóricas y planimetrías. Era una maestra. En su Manual de Danzas de la Costa Atlántica de Colombia se ilustran las danzas sacras y profanas del litoral Pacífico. Y en medio de todo este trabajo estaba Manuel Zapata Olivella, atento, colaborativo, olfateando con los ojos el paisaje humano del Pacífico, sus movimientos rebeldes, sus platillos palimpsestos, sus vidas inciertas. Y ni hablar del Primer Congreso de la Cultura negra de las Américas, mucho menos de Leonor Gonzáles Mina.
Esta experiencia de recorrer el país para indagar sobre sus raíces fue la preocupación constante de los Zapata Olivella. Su vida misma es una excusa para contar la vida del país. Hoy a Manuel lo recuerdo como se recuerda a un abuelo no conocido, pero del que se habla constantemente en casa: con el cariño de los lazos sanguíneos que nos hermanan en una condición, con el respeto que viene del conocimiento de la experiencia ajena, y con la seriedad que nace al aceptar la continuación del proyecto de vida inconcluso de un ser querido.
[i] Licenciado en Literatura de la Universidad del Valle y miembro del Grupo de Investigación Narrativas, de la misma institución. Actualmente es docente del Liceo Pedagógico Suroriental y hace parte del grupo que lidera del proyecto “El Valle lee a Manuel”.
Contacto: juan.sebastian.mina@correounivalle.edu.co
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