Un centenario vagabundo
Por: Arleison Arcos Rivas
Semilla que mueres
semilla que renaces
puente de dos mundos te nombré.
Un vagabundo anda de día y de noche entre ciudades y pueblos, recorriendo cada estancia como lo hiciera en vida. Desde el 17 de marzo, una y mil actividades se han diseñado para conmemorar los cien años del caminante Manuel Zapata Olivella, médico, antropólogo y aventajado intelectual que nos legó una de las obras más nutridas e impresionantes en casi todos los ámbitos de la escritura. Novelista, ensayista, cuentista, dramaturgo y folclorista, cuenta igualmente con una obra poética incorporada en diferentes escritos. Rutilante y justipreciado en otras comarcas en las que el color de la piel no decide el canon de lo válido por sí mismo, su estilo es una constante reiteración de la riqueza cultural africana reconfigurada en sus hijos e hijas, ekobios en América y el mundo.
Aunque hasta ahora resultaba casi una aventura encontrar disponible alguna de sus obras, inmerecidamente descuidadas por los editores, la confluencia de universidades públicas y organizaciones estatales tras la conmemoración del centenario anunciado por el Ministerio de Cultura (liderada por Darío Henao y empañada por las denuncias de exclusión de William Mina), ha puesto a circular en este mes la colección impresa que contiene veintisiete de sus obras; inmenso aporte a la presencia y vigencia del pensamiento y la obra de quien, sin lugar a dudas, debe ser reconocido como el intelectual más importante del siglo XX en Colombia.
Desde la recuperación del camino de los Orishas y su inocultable presencia en la vida de quienes padecieron la captura del cuerpo y se encontraron ante la urgencia de repoblar la ruta imaginativa de los pueblos desenraizados, la obra de Zapata Olivella refleja la estela en la que resultó posible configurar la experiencia de ser y reconocerse como parentela de africanas y africanos en América, cultores de saberes propios en una lengua reconfigurada. Dado que, producto de la experiencia de esclavización, hubo que rehacer los códigos identitarios en la lengua que usamos para entendernos, Zapata Olivella recupera, reconstruye y transforma un universo discursivo y simbólico que incorpora nuevas palabras, nuevos conceptos, nuevas expresiones y nuevas imágenes literarias en un léxico propio recogido al inicio o al final de sus obras, como evidencia del largo recorrido que debe trasegar quien, como caminante osado, se adentre en la rica espesura de su narrativa.
Si, como dijera Fanon, hablar es existir absolutamente para otro; escribir es para Zapata Olivella existir absolutamente para sí mismo, para su pueblo, para el relato y la narrativa que lleva de ida y vuelta a los Orishas, a las y los ancestros y las raíces. Su escritura no reconoce límite alguno; no hace concesiones facilistas a sus lectores ni cae en el prurito del purismo academicista. De hecho, el carácter comprometido de su proclama justiciera en cada obra y en sus ensayos, hace que incluso pueda ser injustamente catalogado como un autor de narrativa contestaría; pese a lo cual su voz y su estilo fundan una perspectiva que atiende al detalle las formas de la tradición oral que “en nuestros países preserva en forma dinámica la filosofía, el comportamiento y el ideal de los oprimidos”.
Por sobre todo complejo de inferioridad, Zapata Olivella enriquece nuestra experiencia de hablantes de la lengua de Cervantes con una innumerable referencia a deidades, prácticas, oficios, técnicas que dan cuenta de la manera como los hijos e hijas de África colonizaron e hicieron suya la lengua de la metrópoli; repoblando y reposicionando el idioma con la imaginación creadora del Muntú, asunto muy bien estudiado por Mina Aragón a lo largo de su extensa trayectoria profesional dedicada la obra del abridor de caminos.
Manuel y Delia, su hermana, se adentraron en la provincia con intensidad y rigor. Este ejercicio más que etnográfico, preciosista, meticuloso, denso, no les llevó a despreciar el habla cotidiana y los quehaceres del campesinado étnico que conocieron en salud y enfermedad. Todo lo contrario, en su cadencia, en sus expresiones, en sus interjecciones, en sus cantos y en sus bailes descubrieron un mundo que sólo podía ser tal animado por Elegguá, Shangó, Oshun y las demás potencias creadoras yoruba y las que se inventa para avivar su presencia vigilante y palpitante en los secretos que alimentan las artes de adivinación, los rezos curativos, los cuidados del parto, los preparativos de la muerte y, entre otras, las santidades del cuerpo.
Pese a que se queje de la superstición que domina el ensalmo judeocristiano, Zapata Olivella entiende la intensidad de la espiritualidad popular para descubrir, entre cuentos de muerte y libertad, la irreverencia creativa detrás del rostro de la gente común y corriente que, incluso, reordena los protocolos de la beatitud para hacer nacer un santo en la tierra mojada por la sangre y por el agua. Tras los pasos del indio, Caronte es liberado, se rebelan los genes de la mujer y el hombre americano y grita la feliz esperanza del levantamiento del mulato. Zapata celebra el despertar del adormecido por haber visto la noche del racismo, se conduele del resentido por el letargo del rejo, el cepo y las mil violencias acumuladas sobre su cuerpo que, sin embargo, no le invalidaron jamás para imaginar una y mil maneras de hacerse libres, siglo tras siglo, rompiendo todo reglamento, cantando y riendo estrepitosamente con la irreverente voz del gran putas.
En su extendida obra Zapata no reproduce historias escuchadas. Producto de su pasión vagabunda, “el corazón se le volvió profundo” para descubrir las claves mágicas de América en cada río conocido, en cada camino y en cada viaje a pie, en bus, en barco o en avión. Se hizo a sí mismo un fabulador que desentraña las raíces de la furia; un narrador de historias crecidas en el contacto intenso con la gente, con sus enfermedades, con sus desgracias, con sus oficios, con sus temores sacros, con sus angustias humanas, con su vulnerabilidad y, más aún, con su fiereza más que resistente.
Zapata no roba ni presta al olvido las claves del habla cotidiana. Su trabajo no es el del traicionero interprete de la oralidad. En Zapata, más allá de Chimá, Lorica o cualquiera otra comarca del microcosmos sabanero, está el Sinú. Los ritmos caprichosos y giros enrevesados del Sinú le son tan suyos que les hace alcanzar la estatura de la singularidad con la que la experiencia humana particular resulta universal. Precisamente por eso Zapata no es ningún “Homero negro” ni cosa exotizada parecida. Reducir la inmensidad de su narrativa a un apelativo fantasioso que le resulte equiparable no es más abyecto que ignorarlo como ha hecho buena parte de los censores de las editoriales y de la arrogante academia colombiana, tan miope ante el tamaño de su impronta y tan inducida por el buen sentido, es decir, alimentada por el exclusivismo y el exotismo que encumbra a unos y desprecia a otros; así valgan su peso en oro fino.
Leer a Zapata con ojos de vagabundo es alcanzar con cada una de sus obras una mirada nueva, siempre renovada del sujeto sufriente. Ese sujeto fatigado por el dolor, acosado por el hambre y la carencia, acongojado por el oprobio infame de la sombra perro y la dominación omnipresente de la Loba que se encarna en curas, políticos, gobernantes, terratenientes, policías o militares; pero que encuentra su riqueza y su valía en la restauración del pasado presente, en el camino de los ancestros, en la contemplación de la noche que se hace mediodía poética y rebelde en el malungaje de las y los de piel oscura.
¡Imposible, pues, dejar pasar un año como este para reivindicar y exaltar a un gigante incomparable; ¡siempre en diáspora, como Manuel Zapata Olivella!