La horrible noche

Por Última actualización: 19/11/2024

Por: Arleison Arcos Rivas

Los horrores de las dictaduras palidecen ante los actos execrables ocurridos en Colombia, “la democracia más antigua de la región”, evidenciando que en nada distan y pueden resultar peores las atribuciones absolutistas del presidencialismo, en el que resulta posible concentrar todas las funciones públicas y repeler a sangre y fuego las protestas y manifestaciones, sin la grotesca imposición de militares en el solio presidencial.

Jefatura de gobierno y ministros manipulables, mayorías obsecuentes en el congreso, control gubernamental del aparato de persecución criminal, silencio del aparato de protección de los derechos e inacción del órgano encargado de sancionar disciplinariamente a los funcionarios civiles y uniformados, incluida la justicia militar, mezclan los elementos de una explosiva fórmula tiránica, a la que muchos tildan de fascista, y cuya publicitada estabilidad ha prosperado entre “ciclos de represión exterminadora” personificados por Gutiérrez Sanín en la anomalía de un orangután con sacoleva.

Luego de guerras intestinas por la perpetuación de la esclavización, por la instauración de supremacías territoriales, por las orientaciones de la economía, por el diseño de las instituciones estatales, por la tendencia partidista liberal o conservadora, por la emergencia guerrillera, por el encumbramiento de los narcos, por la omnipresencia del paramilitarismo y la instauración de un régimen clientelar con clanes regionales, circuitos  familiares y flujos corporativos de ida y regreso entre lo público y lo privado, queda bastante difícil afirmar que Colombia ha sido una democracia y, menos aún, que haya consolidado alguna forma suficiente de legitimidad en sus instituciones.

Nunca fue cierto que en Colombia transitáramos hacia la democracia; tampoco lo fue que hubiésemos gestado una nación, incluso a pesar de sí misma. De hecho, pasamos del virreinato colonial al republicanismo presidencialista sin articular un demos identitario, proclamando como pueblo una legión de procedencias cosmopueblerinas e híbridas, amalgamadas a fuerza de coexistir y vivir en campos y ciudades como se pudo y se pueda.

Quienes se hicieron al gobierno y capturaron el circuito electoral, alimentaron la turbulencia social y sostuvieron la economía a costa de las precariedades anómicas en la ejecución gubernamental y la contratación pública, por la administración de las violencias y mediante el desorden institucional con el que elites constituidas y operadores emergentes regulan los conflictos en el país. Mientras se juega a la formalidad democrática, antes que extender los beneficios sociales se ha buscado garantizar la rentabilidad de los negocios.

Para ello, se ha amañando el diseño tributario, se usan los dineros que estén disponibles, legales o no y se exhiben con arrogancia las armas oficiales y las parainstitucionales; apelando al acuerdo más o menos ambiguo con el que los “cacaos” y las juntas directivas de las corporaciones y gremios confeccionan para su beneficio el marco regulatorio existente; creciendo “en la frontera entre una violencia política recurrente y plural, y un consenso nacional fallido (…) sin renunciar a las banderas de la guerra o al sistema oligárquico de poder que les ha servido de soporte político y social”, según Mejía Quintana.

Aunque Colombia está jodida hace rato, tal vez desde antes de su gestación, los recientes eventos violentos asociados a la manifestación de descontento reflejan que estamos pasando por un momento en el que la simulación democrática resulta insostenible frente a las muertes violentas y su teatralización del exceso, como informa Elsa Blair respecto de la omnipresencia de la muerte en combate, las masacres y los asesinatos selectivos en décadas de acumulación de horrores en los que se ha practicado el juego de matar, rematar y contramatar.

En ese espectro, reducir los eventos de mayo del 2021 en Colombia a la sola alteración popular por nuevos impuestos sería de una ingenuidad analítica insostenible. El clamor irreverente de las y los jóvenes, principales actores de este momento, se expresa con una sola palabra que recoge la totalidad de sus angustias, pesares, dolores y temores: desencanto.

Esta generación crecida sin esperanza, es igualmente heredera de las frustraciones acumuladas por décadas y siglos en un país en el que la guerra, la tierra y la riqueza producen marcas acumulativas disímiles: mientras para unos la conflagración, las confrontaciones bélicas y el tratamiento delincuencial de la protesta han significado muertos, lesionados y desaparecidos; para otros, la defensa de lo acaudalado y del orden que garantice el disfrute particular justifica la acción represiva de las fuerzas que operan al servicio del gobierno, y este, al cuidado de sus intereses.

Ahora asistimos a la proliferación de cadáveres, lesionados, torturados y desaparecidos, sumados por decenas, producto del contubernio entre fuerzas uniformadas y civiles operando como paramilitares al caer la noche en la ciudad o a plena luz del día, repeliendo con balas las pedradas y bloqueos de quienes manifiestan malestares atosigados ante la indolencia gubernamental, la precariedad de la vida y el vaciamiento del futuro.

Agigantando la violencia como respuesta a las expresiones de malestar y descontento en las ciudades, especialmente en la ciudad más rumbera y capital mundial de la salsa, se acrecienta el desasosiego y se elevan igualmente las acciones virulentas, reflejando la incapacidad gubernamental para escuchar el clamor popular. Se insiste en la patética estadística de quemas, vidrios rotos y CAIs incinerados, mientras poco se avanza en establecer acuerdos y generar condiciones para la negociación de los asuntos emergentes y los aplazados por largo tiempo.

Al final del día, el que la seguridad de Santiago de Cali haya sido confiada a un coronel recientemente retirado del ejército puede ser leído como un cálculo del alcalde para bloquear el virulento intento presidencial de sustituirle de facto con la eufemística “asistencia militar”. Tal nombramiento no constituye un buen augurio para el afianzamiento del carácter civilista y ciudadano que debe ganar la suficiencia gubernamental; mucho más en tiempos en los que la expresión de protesta masiva ha recibido un tratamiento de guerra, que desborda las denunciadas prácticas del viejo “estatuto de seguridad”.

En manos de un gobierno electo, la represión sin límite alguno tan sólo evidencia que las elites nacionales no jugaron a las “dictaduras legales” para defender la democracia y salvaguardar las instituciones ante el desorden social sostenido o la agitación revolucionaria sobreviniente, como se argumentó por toda América Latina; porque cuentan con la muy bien recompensada oficialidad de una fuerza militar aquiescente y civiles diligentemente activos para ordenar sin chistar, desde sus posiciones de gobierno, lo que sea necesario a sus intereses.

Si avanzar sin revoluciones resulta posible, como aspira el progresismo, este país requiere vencer las asperezas y contradicciones de la desigualdad institucionalmente sostenida, para provocar un balance de las fuerzas sociales y políticas. No basta el alegato formalista al equilibrio de “pesos y contrapesos” de la gubernamentalidad, sin que se concreten de modo consistente pactos y acuerdos ciudadanos que, ante el autoritarismo del orden defendido por las élites, sus áulicos mandatarios y la gendarmería; abran espacios para las alternativas verdaderamente democráticas y los recambios en las esferas de poder. Este rediseño parece de difícil confección en un país que no ha dispuesto y barajado todas las cartas y por lo contrario, permite que se siga jugando por debajo de la mesa para sacar ventaja clientelar y corporativa en el juego político, pese a saber que seguir haciendo trampa hace imperiosas las expresiones violentas.

Si es que profundizar la democracia y robustecer la calidad de las instituciones que hacen efectivo el Estado Social y Democrático de Derecho, constituye el propósito de la política en el presente siglo, a 30 años de firmada la constitución, esa ruta tiene como condición la instauración del mandato para que se cierren, de una vez por todas, los heridos surcos de dolores y cese la horrible noche.

Sobre el Autor: Arleison Arcos Rivas

Arleison Arcos Rivas