Por: Arleison Arcos Rivas
Si se necesitaban nuevas evidencias de la ineptitud de Iván Duque para gobernar este país, la prolongación de un paro que pudo ahorrarse retirando una impopular reforma tributaria, es el colofón; al menos por ahora. La masiva movilización, pese a los temores que genera una pandemia en progreso todavía, no sólo se convierte en una contestación radical contra la misma, sino que, además, hace ver el descontento aplazado y acumulado por tres años en los que los indicadores de pobreza, inseguridad, desprotección y malestar han crecido.
El que, a consecuencia de la agitación popular, el gobierno haya tenido que reconsiderar y retirar un proyecto a todas luces lesivo para el conjunto de asalariados y pensionados, tan sólo evidencia el enorme abismo que socava las bases de lo que en algún momento se consideró el despertar de la solidaridad, al acoger constitucionalmente el Estado Social y Democrático de Derecho en Colombia; amenazado por los feroces coletazos del neoliberalismo y la voracidad supresora de la Constitución promovida por el fracasado uribato.
Pese a su desmonte y ante la convocatoria para que el Congreso dé trámite urgente a “un nuevo proyecto fruto de los consensos y así evitar la incertidumbre financiera”, la actuación gubernamental deja el sinsabor de que podría haberse sorteado de mejor manera la levantisca masiva, confinando igualmente los graves desafueros de la fuerza estatal responsable de estar asesinando, hiriendo y agrediendo a cientos de ciudadanos movilizados contra el afán absolutista presidencial.
Los excesos de la fuerza pública, que parecen sistemáticos y calculados, deja una proliferación de audios, registros fotográficos y videos en los que consta el accionar de armas de fuego a quemarropa, muertes sin justificación bélica alguna, desapariciones, detenciones arbitrarias, heridas y lesiones por impactos con armamento “no letal”, la operación de gases lacrimógenos, bombas de aturdimiento y el uso de tanquetas y motos contra manifestantes, incluso en barrios residenciales y espacios domiciliarios; azuzados por un expresidente belicoso y cizañero y un partido que reclama la declaratoria de conmoción interior y la instauración administrativa de militares al frente del gobierno de las ciudades; tal como ocurre en Cali en este momento con la “asistencia militar”.
Contrario al querer de la ciudadanía, en lugar de apaciguar el conflicto agravado por saqueos, afectaciones a bienes públicos y privados y daños en la infraestructura para la movilidad masiva, el ejecutivo autorizó a Alcaldes para que soliciten la militarización de las ciudades bajo el eufemismo de la “asistencia militar” consagrado en el artículo 170 de la ley 1801 ante la “grave alteración de la seguridad y la convivencia lo exijan, o ante riesgo o peligro inminente, o para afrontar emergencia o calamidad pública, a través del cual el Presidente de la República, podrá disponer, de forma temporal y excepcional de la asistencia de la fuerza militar».
Sin que los alcaldes hayan adoptado tal medida, resulta evidente que los militares y policías están desaforados, operando tácticas de guerra desregulada, sin control alguno; con prácticas que recuerdan los peores momentos del paramilitarismo en el país.
Manifiesto queda que el retiro de la tributaria no será suficiente para desarticular la activación ciudadana, lo que deja entrever que continuarán los enfrentamientos, toda vez que fue aprobada en primer debate otra reforma a la salud que privatiza aún más ese servicio y atenta contra el sistema público hospitalario. Si esto no es poco, debe recordarse que está contenida en el archivo ministerial una reforma laboral y pensional presionada por organismos multilaterales y la OCDE, al tiempo que se advierten inquietudes frente al resultado en el proceso electoral venidero, develando un entramado de nuevos generadores de contienda.
En este escenario, subsiste la inquietud por el futuro del gobierno Duque, a poco más de un año para su terminación. Diferentes agrupaciones populares y comunidades afrodescendientes, indígenas, campesinas, comunitarias, políticas y manifestantes de diverso orden han entendido que la militarización autorizada por el Presidente ahonda mucho más las fuentes del descontento al considerar como “vándalos y terroristas” a quienes aspiran a ser considerados como el constituyente primario, que son. Acusaciones de dictadura y pedidos de renuncia, dejan entrever que en nuevas protestas se insistirá en ese reclamo, así parezca improbable.
Si miramos el conjunto de lo que ha venido aconteciendo entre finales de abril y comienzo de mayo, resulta palmaria la desinstitucionalización de la fuerza pública, que se rajó en materia de derechos humanos, preservación del orden y respeto a los protocolos señalados por las altas cortes, a tal grado que no resulta posible seguir declarando que el descalabro en escalamiento de situaciones promotoras de zozobra e inseguridad obedezca al accionar de “manzanas podridas” que constituyen “casos aislados”, como suele argüirse.
De esta crisis queda, además, el infausto precedente protagonizado por la Procuraduría y la Defensoría del Pueblo concentradas en manos de funcionarios afectos al gobernante. Más que tímidas y tibias, han resultado irresponsables y apocadas en la implementación, exigencia y toma de medidas preventivas que adviertan y desestimulen el alza de las agresiones y atentados contra la población en la calle e incluso en sus residencias.
El calamitoso saldo de muertos y heridos, los masivos reportes de detenciones arbitrarias, el registro de desaparecidos, los actos de abuso sexual y muchos otros eventos deplorables, configuran un listado de desafueros insostenibles para quienes portan uniformes de la fuerza que se supone pública, reclamando su reinvención y la desarticulación del nefasto y criminal ESMAD.
De igual manera, subsiste el desconsuelo de que como sociedad no hayamos aprendido a tener mejores conflictos, como reclamaba Estanislao Zuleta. Sigue siendo deplorable la expresión violenta y el estallido excedido con el que los públicos desprotegidos y sin garantías reclaman alguna medida de seguridad laboral, inclusión económica y equidad social que les permita vivir con algo de dignidad frente a quienes se benefician de la acumulación desbordada de capitales y encuentran condiciones de privilegio para florecer y prosperar, pese a la enorme disparidad en el reparto de la riqueza en el país.
Al calor de los acontecimientos, no cabe duda de que las fronteras de la insolidaridad y las barreras de la desprotección en este país no se disuelven ni se derrumban, incluso considerando posibles cambios en la configuración política y el ascenso de figuras progresistas al mando de la nación, las cuales tendrán que enfrentar el impacto de la ineptitud sobre una sociedad que todavía no ha convenido el orden de sus prioridades ni ha acordado lo común como fundamento de la actuación pública.
Una semana después de que el gobierno pateara el avispero, cabe la posibilidad de que emerjan confrontaciones de mayor intensidad, si es que no se encuentra una ruta institucional que dialogue con las pretensiones ciudadanas y ponga a tributar como corresponde a quienes concentran la riqueza acumulada mientras cabalgan sobre los hombros de la gente asalariada y a cuentapropia; tal como reclaman expertos, teóricos y gobernantes más proclives a redistribuir el costo de la desigualdad.
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