A 40 años del movimiento pedagógico
03 de noviembre de 2022
Por: Arleison Arcos Rivas
40 años después de la osada irrupción del movimiento pedagógico en el contexto sindical y académico del país, persisten las preguntas por la construcción de conocimiento didáctico, curricular y epistémico en el magisterio colombiano y, más aún, crece la duda por si hemos logrado concebir a la maestra y el maestro como intelectuales sabedores educativos, o pensadores en y de su quehacer, pese a que cuentan con estatutos normativos de la profesión docente y su profesionalización.
De hecho, pareciera que han pasado en vano las dos décadas recorridas sobre el siglo XXI, levantando sospechas respecto de un sindicalismo más activo en favor de reclamos salariales y prestacionales, pero elusivo de la discusión y problematización conceptual, teórica e histórica de los asuntos educativos. En buena medida, la discontinuidad con las búsquedas de aquel movimiento, también cargan de responsabilidad al magisterio en la construcción transformadora de la escuela pública. Como evidencia, se acumula la banalidad e intrascendencia de los planes decenales de educación e incluso de las pomposas misiones de sabios, iniciativas gubernamentales con ninguna, poca o precaria interlocución con el magisterio organizado, mientras los Centros de Estudios e Investigaciones Docentes (CEID) adormecen y se reiteran en la insignificancia de sus foros, congresos y encuentros, y las organizaciones sindicales se burocratizan y descuidan la formación política del maestro y la maestra.
Tal insistencia ha reproducido la imagen del maestro como trabajador asalariado precariamente asegurado, mientras su visión como agente de transformaciones se ha diluido en una jornada laboral cargada de clases y actividades escolares, sin tiempo para pensar su oficio ni condiciones sociales que dignifiquen su profesión. Como mujer y hombre público, sujeto de la política y trabajador de la cultura, el maestro que hoy habita las instituciones educativas oficiales está en deuda con el movimiento pedagógico; así como está en deuda la nación con la promoción de una práctica docente más allá de la estéril y bancaria “dictadura de clases”.
Si aquel movimiento se proponía incidir en el cambio educativo mediante la apropiación de prácticas innovadoras en el ejercicio docente y la consolidación de políticas educativas oficiales, el tiempo desdibujó tales ansias. Pesa contra tales propósitos el que los programas de formación de profesionales dedicados a la educación son concebidos por las universidades privadas y públicas sin mayor diálogo con la escuela y sus necesidades reales.
Peor aun cuando se abrieron los concursos de méritos a profesionales de diferentes áreas, a los que no se exige mayor formación pedagógica para su ingreso, sin perjuicio de que muchos entre estos y esas, al igual que las y los licenciados, evidencien luego una excelente práctica docente, dibujando la pasmosa ausencia de una plataforma nacional de formación docente que articule los propósitos, estrategias y prácticas transformadoras en los diferentes niveles educativos magisteriales.
Tampoco hemos podido articular un sistema nacional de educación pública coherente, financiado y técnicamente organizado, que asegure mejoramiento de las infraestructuras, equipamientos, tecnologías y recursos didácticos de alta calidad ni ingresos suficientes a los Fondos de Servicios Educativos para el mejoramiento en la garantía del derecho a la educación en las instituciones a cargo del Estado y sus agentes.
Cuarenta años después, ni el magisterio se ha profesionalizado, pese a su mayor cualificación, ni el currículo resulta pertinente, pese a su mayor indagación, ni las infraestructuras y equipamientos resultan siquiera suficientes, pese a las cuantiosas inversiones que no han quedado al margen de las prácticas clientelares y corruptas características de la inversión pública en el país.
Menos aún contamos con un proyecto educativo pedagógico alternativo (PEPA) hilvanado y afianzado en epistemologías ciertas, convicciones probadas y prácticas asumidas rigurosamente por las entidades formadoras, las organizaciones sindicales, o las y los maestros en el aula; por lo que el nivel del debate público educativo, la reflexividad escolar sobre el oficio y las prácticas docentes y el diseño de las políticas públicas sectoriales no sólo es deficiente, sino que pone en la permanente picota pública al magisterio, acusado de ser el responsable por la defectuosa calidad del servicio educativo. Si bien son serias sus responsabilidades en el estado lastimero de los resultados de aprendizaje, las condiciones en las que se presta el servicio público educativo señalan hacia los actores institucionales que han hecho funcionar a desgreño la escuela pública.
Los 40 años pasados desde que se defendía afanosamente la idea de que “los maestros construimos futuro”, dibujan un presente quejumbroso por todas las realizaciones olvidadas y ejecutorias frustradas que han dibujado un rumbo borroso y vacilante para la educación pública en el país. Es la hora de retomar la senda del PEPA, recogido en los fines de la educación contenidos en la ley 115. También es tiempo de renovar el liderazgo magisterial, afianzando sus mejores ejecutorias históricas. FECODE misma debe redefinirse, más allá de trampas y peleas internas por su burocratización y control, convocando y concitando el interés público en torno a un proyecto nacional de educación pública que responda a los vientos de cambio, igualdad y paz que hoy soplan en el país, reclamando la inmediata atención a los indicadores nefastos, la desatención de sus necesidades y la desfinanciación a la que ha sido sometida la educación pública, motor fundante del movimiento pedagógico colombiano.