5 de septiembre de 2024
Por: Arleison Arcos Rivas
Los conflictos étnicos están tan presentes hoy como en el inicio de las sociedades codificadas, estratificadas y ordenadas en función de sistemas raciales que alimentan sus relatos, estructuraciones y prácticas; manifiestas en dinámicas institucionales y en las interacciones cotidianas entre los individuos que retan permanentemente la tarea de la escuela.
Tanto en sus memorias como en las formas en las que el pasado suele reproducirse y reconfigurarse en el moldeamiento del contexto y manifestaciones de posturas, perspectivas y pareceres, emerge el enfrentamiento conflictivo, no siempre violento ni declarado, en el que sujetos y pueblos portadores de identidades diversas se ven inmersos o sometidos al tratamiento esencialista con el que se reiteran y se reactivan prácticas, mensajes y crímenes de odio.
Para los sujetos racializados, mujeres y hombres por igual y con independencia de su actividad social, procedencia geográfica, orientación sexual, rol productivo, postura ideológica, preferencia política, o nivel educativo; la experiencia de verse involucrado en un hecho traumático de contenido racial no constituye un recuerdo de tiempos pretéritos. Muy por lo contrario, se aviva, toma cuerpo, y se hace palabra, grito o gesto en cualquier momento o circunstancia de la vida diaria.
Como ejemplo, pululan en redes sociales los relatos y comentarios que ponen de presente las formas diversas y multidimensionales como opera en la cotidianidad el sostenimiento de las prácticas discriminatorias, inferiorizantes o vejatorias con las que se socava la dignidad y se mina la humanidad de quienes padecen insultos, increpaciones, amenazas, reprensiones, y expresiones cargadas de apreciaciones hirientes y lacerantes.
Contra el arsenal del oprobio, la misión escolar palidece y resulta cuestionada, pues su sentido apunta a facilitar a los sujetos herramientas para la vida que garanticen el equilibrio de la personalidad, la maduración de la inteligencia y la mejora del comportamiento humano en común.
Bastante hay que decir de lo que viene ocurriendo en sus aulas, contrariando las pretensiones de que en ellas se desarrollen habilidades sociales y emocionales con las que se pueda interactuar, hilvanando un proyecto de vida personal y en común que eleve la armonización de las diferencias y proscriba la resolución animosa o violenta de los conflictos.
Los lenguajes del odio, aprendidos en el vaivén entre el hogar formador y el aula educativa, se reeditan en medios de comunicación, sistemas de información, redes digitales y ámbitos de interacción, en los que la dinámica social articuladora de conocimientos humanizadores, decae.
Pese a la riqueza con la que diferentes estados han concebido planes, programas y proyectos nacionales para la construcción de nuevas ciudadanías, estamos lejos de concretar escenarios relacionales, caracterizados por la capacidad de concertarse y cooperar en la instalación de dispositivos sociales que encumbren la diversidad y la diferencia como valores primordiales e indispensables, sobre los que se sostenga la garantía de los derechos y el disfrute de las libertades preconizados en el estado social y democrático que se rige constitucionalmente.
Ni el reconocimiento constitucional pluriétnico y multicultural, ni los marcos regulatorios de las leyes enfocadas a desestimular las afectaciones a la valía, estima y dignidad de los individuos, colectivos y pueblos encuentran pista en las competencias humanas que deberían aterrizarlas; sometiendo a la escuela al duro examen de la duda respecto de su eficacia en la implementación de sistemas de justicia aplicables a la convivencia humana.
El garantismo impulsado por los regímenes modernos no se reduce a la disponibilidad de códigos constitucionales y discursos legislativos, si todavía resulta posible que una sociedad democrática pretenda brindar a todas las personas la seguridad en el disfrute de los bienes y libertades necesarias para vivir dignamente. En tal propósito, la escuela sigue siendo el lugar privilegiado para que las nuevas generaciones exploren en las prácticas diarias y cotidianas que esa institución promueve, estrategias creativas que vayan madurando y puedan ponerse a punto en el proceso de formarse y vivir bajo principios que protejan la común humanidad.
Respecto de los conflictos asociados a la diversidad étnica, por ejemplo, la escuela requiere aprender a traducir los preceptos y las normas en un lenguaje que resulte no solo comprensible sino posible en la experiencia interactiva de quienes la habitan. Las dinámicas propias de la conflictividad escolar en las que el menoscabo de derechos aparece y refleja las tensiones sociales que viajan hasta sus aulas, toman asiento en cada clase y corren por todos los espacios disponibles, constituyen una fuerte amenaza a la construcción de abrigo calmo bajo un tejido cobertor.
Como alternativa educativa pertinente, sigue creciendo en importancia la implementación del lenguaje dialógico de los acuerdos, que pueden ser establecidos entre sujetos procedentes de diferentes orígenes y entornos geográficos, culturalmente diversos, y diferentes étnica, genérica y sexualmente. Esta iniciativa implica consolidar acciones educativas que contribuyan a desmontar los antagonismos agónicos y aminoren el peso conflictivo de las preferencias; desinstalando grupismos exclusivistas y desescalando fraccionamientos particularizantes.
Contra toda forma de proyectar y reproducir el malestar social en el espacio escolar, la escuela inaugura la posibilidad de convocar al encuentro de individuos distintos que interactúan en escenarios en los que su heterogeneidad es incorporada como cimiente del entendimiento de la diferencia y, por lo mismo, impone la vigencia del dialogo igualitario como instrumento para romper la distancia entre las opiniones discordantes, las posturas despectivas y los pareceres malquerientes que emergen en las conductas, prácticas y decisiones discriminatorias y odiosas. Por esa vía, la escuela dialógica resulta siendo, efectivamente, antirracista.
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