Es la hora del Pueblo
Por: John Jairo Blandón Mena
Por largo tiempo propios y extraños consideraron que la nación colombiana estaba indefectiblemente condenada a que el infortunio hiciera parte de su devenir. La situación de permanente conflicto armado entre diferentes facciones populares enfrentadas por intereses ajenos de elites privilegiadas, el enriquecimiento de un grupúsculo de capitalistas rentistas y expoliadores a costa del empobrecimiento de la mayoría de la población, y, el ejercicio del poder político por parte de una reducida clase corrupta y criminal fortalecían esas posturas.
Mientras los vientos progresistas soplaban por los países de la región, en Colombia se fortalecían los partidos tradicionales, los mismos que desde el Frente Nacional e incluso desde antes, vienen sembrado una estela de violencia y desesperanza. Sectores alternativos y hasta revolucionarios tuvieron acceso al poder en prácticamente todos los países latinoamericanos, pero Colombia, desde la presidencia de Simón Bolívar en 1.819 solo ha visto en la sucesión de ese cargo a personajes que en ninguno de los casos encarnaron el sentimiento popular.
Los pocos momentos históricos en que se intentó arrebatarle el poder a esas pocas familias que se lo rotaban fue respondido con la más feroz violencia. Gaitán y Pizarro Leongómez, Jaramillo Ossa y Pardo Leal son solo algunos ejemplos de cientos de hombres y mujeres sacrificados por poner en riesgo el histórico poder de la tradicional clase política colombiana. No hay Estado en el mundo que sin estar en confrontación bélica con otro o tener una ocupación militar registre la mortandad del colombiano, que diezmó a sangre y fuego en las últimas dos décadas del siglo pasado a más de 5.000 miembros de un partido de oposición surgido en el intento de hacer paz. Y, en la primera década de este siglo, a más de 6.000 civiles en el intento de hacer la guerra.
El Pueblo colombiano ha sido testigo mudo del sistemático infanticidio, feminicidio, etnocidio y genocidio en contra de quienes trabajan por construir un país distinto desde los liderazgos. De igual manera, del ecocidio, que sintetiza el desprecio por todas las formas de vida. En Colombia se ha ejercido desde siempre la política de la muerte, de la guerra, de la confrontación, de la indignidad y del desprecio por la otredad.
Ya, ni siquiera las instituciones oficiales, tan acostumbradas a maquillarlo todo para sostener el statu quo y a tergiversar las cifras para presentar una realidad inexistente, pueden ocultar la decadencia del país. La hambruna, el desempleo, el empobrecimiento, la corrupción, el desgobierno, la desconfianza en la institucionalidad son fenómenos que crecen exponencialmente y que solo los detiene un estallido social. El mismísimo DANE reconoce que alrededor de un millón de colombianos solo consume una comida al día, que más de 21 millones son pobres y que la informalidad laboral casi llega al 50%.
La pandemia terminó de dejar en evidencia la indignidad, ineptitud e incapacidad moral de los dirigentes para conducir los destinos de la nación. En el momento más desafiante para la vida y la sostenibilidad de las sociedades, el Gobierno Nacional optó por lanzarle los salvavidas del Estado al avaro empresariado y a los sectores más poderosos. Al Pueblo lo masacró con confinamientos sin el soporte de una renta básica, que hizo sucumbir a millones entre la decisión de morirse de hambre en sus casas o salir a buscar su sustento en la informalidad con el consabido riesgo de infectarse. Y sin parecerle poco, luego se vino la reforma tributaria.
La sociedad civil hoy es más consciente. En tiempos recientes, en el ámbito local, con la elección de Daniel Quintero en Medellín, de Jorge Iván Ospina en Cali, de Carlos Eduardo Caicedo en Magdalena o de William Dau En Cartagena se demostró la firme intención popular de derrotar las viejas mafias y estructuras electorales que sustentaban el poder político.
Hoy, las imparables y crecientes manifestaciones populares son la explosión de una sociedad civil desesperada ante la decadencia de la nación, y que anticipa de manera firme, que en las próximas contiendas electorales derivarán las estructuras de poder despótico que han gobernado este país en los últimos dos siglos, tal como lo vienen haciendo con los bustos y estatuas de algunos hampones de la historia.