Mi amigo el negrito

Por Última actualización: 19/11/2024

31 de marzo de 2022

Por: Arleison Arcos Rivas

La racialidad ha cargado de exotismo la identificación étnica, negándole autenticidad. Expresiones elusivas y desproporcionadas, sobrecargan los discursos y las prácticas: Desde el fantasioso “los negros están de moda”, pasando por el guapachoso “sin negro no hay guaguancó” y el más fútil y edulcorado “a mí me gustan los negros” y el más eufemístico y tranquilizador “yo tengo un amigo negrito”, operan de manera alegórica como referencias de apertura imaginativa a la diferencia, pero ocultan el carácter estable y naturalizado del racismo institucionalizado y permitido con el que se estructuraron las relaciones sociales en nuestro país y en América.

Para Silvio Almeida, un analista de las dinámicas étnicas racializadas en Brasil, autor del libro racismo estructural, “cuando se limita la mirada sobre el racismo a aspectos comportamentales, se deja de considerar el hecho de que las mayores desgracias producidas por este fueron hechas al abrigo de la legalidad y con el apoyo moral de líderes políticos, líderes religiosos y de los considerados ’gente de bien’”.

Legalidad y estabilidad del trato racializado riñen y operan en códigos contradictorios: Mientras la estabilización de las prácticas, rutinas, procedimientos y técnicas de tratamiento discriminado que se aplican a individuos y grupos racializados resultan frecuentes y cotidianas, su cuestionamiento y sanción legal hacen patente que las mismas no obedecen a formas coordinadas de orientar el espectro relacional de la sociedad, pero resultan toleradas e incluso justificadas en la inoperancia institucional contra ellas.

De ahí que se insista en la ideología de las “manzanas podridas” y la imaginación de “hecho aislados” y “expresiones al margen y sacadas de contexto”, como respuesta frecuente de quienes justifican así el accionar de agentes estatales, normalizadores públicos, personajes sociales, comunicadores, influenciadores mediáticos, opinadores y gente denunciada por prácticas y discursos racistas y xenófobos, que con frecuencia resultan sorprendidas pidiendo disculpas o expresando pesar por “haber sido malinterpretado”.

Aunque no existe un libreto racializado, cuando un individuo o un conjunto de ellos, investidos del reconocimiento público que genera el uso de un uniforme, el acceso a un micrófono, la ostentación de un cargo burocrático, la prestación de servicios en nombre del Estado, la designación como representante o la suntuosidad figurativa en redes sociales, espacios de entretenimiento o escenarios interactivos; se expresa o manifiesta de modo tal que sus acciones u opiniones son percibidas como racistas, desde tales dignidades se operan y ponen en juego las características del racismo institucional; incluso si se contraría lo reglamentado y legal.

Es el significado social establecido o asignado a tales figuras lo que resulta cuestionado o cuestionable ante una práctica racializada, que cobra sentido y vigor precisamente por el desequilibrio simbólico que representa actuar en, desde, por o para entidades prestadoras de servicios, desde y dentro de las prerrogativas corporativas y estatales, al amparo de la concesión de amplio reconocimiento público, o sobre el pedestal de la figuración mediática.

La estabilidad ideológica del racismo se materializa, toma cuerpo y se hace voz en las actuaciones de quienes agencian y se comportan como portadores de imaginarios sociales, en cuanto tales ideologías “son homogeneizadas por determinados grupos raciales que utilizan mecanismos institucionales para imponer sus intereses políticos y económicos”.

Institucional y estructural, los procesos de discriminación, racialización y racismo actúan y materializan operaciones y funciones que, de no ser sancionadas, resultan permitidas y naturalizadas. Por acción o por omisión, las instituciones no son neutrales, menos aun cuando no logran o no se interesan por neutralizar preconcepciones y prejuicios de quienes obran bajo el soporte autorizado que emana de su fama, reconocimiento, prestigio, influencia o autoridad; y encuentran en ellas condiciones favorables para sostenerlos, alimentarlos y transparentarlos; bien sea que se trate de prácticas solapadas y soterradas, o las abiertas y muy manifiestas experiencias de segregación, extrema exclusión y sistemática discriminación.

De ahí la importancia de que haya individuos cada vez más conscientes y desafectos de los actos de silenciamiento, separación, ocultamiento y señalamiento que sostienen al racismo nuestro de cada día, pues sobre ellas cabalga la institucionalización del racismo y sus estructuras. Sin embargo, la enfermedad vuelve y aparece cuando se hacen evidentes las recaídas en las expresiones de quienes ennegrecen sus pasiones, tiñen con odio el color de la piel, extienden sus maledicencias sobre regiones y procedencias; o asistentes impávidos a la multiforme exhibición de insultos, improperios, gracejos, señalamientos y expresiones de exterminio, mancillamiento e indignidad, como tantas veces hemos escuchado por estos días en los que se registra la presencia y exposición mediática frecuente de figuras públicas racializadas.

No basta entonces que se saque pecho y se exhiba la heroica medalla obtenida por “tener amigos negritos”. El racismo y la racialización, en todas sus vejaminosas manifestaciones, debe ser identificado, desinstitucionalizado y desestructurado, si aspiramos a construir una sociedad en la que, definitivamente, quepa todo ser humano cuya diferencia cuente y enriquezca.

Sobre el Autor: Arleison Arcos Rivas

Arleison Arcos Rivas