Colombia deforestada
Por: John Jairo Blandón Mena
La política socio ambiental de Colombia ha sido un fracaso en las últimas cinco décadas, creo que el último presidente que se tomó en serio el tema fue Carlos Lleras Restrepo, durante su periodo no solamente creó el Instituto Nacional de los Recursos Naturales Renovables y del Ambiente (INDERENA) hoy convertido en ministerio del Medio Ambiente, sino que, también propuso, aunque de manera infructuosa al final por la acción de las élites de siempre, comprar con cargo al erario latifundio improductivo para entregarlo al campesinado colombiano. En lo sucesivo, los gobiernos han sido omisivos en el tratamiento y solución de problemáticas como la contaminación hídrica y del aire, la escasez de agua potable en vastas zonas del país, la extinción de especies y pérdida de biodiversidad, la sobreexplotación de los recursos naturales; y, sobre todo, la deforestación.
Entre 2015 y 2019 se deforestaron en Colombia en promedio 172.000 hectáreas de acuerdo al Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (IDEAM), lo que equivale a perder un territorio como el departamento del Quindío cada año. Este es un asunto que tiene desconcertada a la comunidad ambientalista internacional, sobre todo si se tiene en cuenta que los lugares más densamente afectados por la deforestación son la Amazonia colombiana y el departamento del Chocó, fundamentalmente, la región del Darién, ambos considerados pulmones del mundo.
Recientemente, la ONG medioambiental World Wildlife Fund (WWF) presentó un informe que posicionaba a Colombia dentro de los países que más han perdido bosques en el mundo, solo superado por Brasil, Perú, Bolivia e Indonesia. Esta situación que parece no inmutar al establecimiento local hizo que Alemania, Reino Unido y Noruega en la pasada Cumbre de Cambio Climático en París en 2015 aportaran inicialmente 100 millones de dólares para que el país redujera la creciente deforestación, cifra que duplicarían al año siguiente si Colombia avanzaba en ese cometido. Como con los recursos de los países aportantes al proceso de paz, sobra decir que aconteció. Ese propósito, al igual que el suscrito por Juan Manuel Santos en esa cumbre de reducir a cero la tasa neta de deforestación en el Amazonas para el 2020, se quedó en retorica para desgracia de la nación.
Y, en manos de Iván Duque la retórica ambiental ha sido aún mayor. En su Plan de Desarrollo planteó que sembraría durante el cuatrienio 180 millones de árboles en 301.000 hectáreas deforestadas, y en su primer año y medio de gobierno tan solo ha plantado 24 millones. Tendría que sembrar alrededor de 170.000 árboles diarios en lo que resta de su mandato, empleando a más de 5.000 personas para cumplir con su cometido y sembrar los 156 millones de árboles que le faltan para llegar a la cifra prometida. Realmente improbable.
Por otro lado, ante uno de los retos más importantes que asumió como presidente, como era el de enfrentar la creciente pérdida de hectáreas de bosque borradas del territorio nacional por efectos de la deforestación, muy especialmente en la Amazonia y el Chocó, tardó Iván Duque y su despistada diplomacia más de un año para concertar con sus homólogos que tienen territorio en la región amazónica acciones conjuntas para frenar el mayor ecocidio que tiene lugar actualmente en el planeta, como es la deforestación en el territorio responsable del 20% del aire fresco que respiramos en el mundo, según WWF. El Pacto de Leticia suscrito por Perú, Bolivia, Brasil, Ecuador, Guyana, Surinam y Colombia es muy generoso en acciones y buenas intenciones, pero sin una forma evidenciable de ejecución, adicionalmente, subyacen a él, manejos políticos por encima de los puramente ambientales, como el hecho de no convocar a Venezuela, país amazónico con más de 177.000 Km² de extensión en esa región.
Y, en el Chocó, Putumayo, Meta y Guaviare que encabezan las zonas con mayores afectaciones, el gobierno sigue sin llegar con un plan concreto. La ganadería extensiva y los palmicutivos tan protegidos por el establecimiento, la minería criminal y la tala indiscriminada con fines comerciales son solo algunas actividades que deben ser focalizadas por el Estado y la sociedad. Urge construir sistemas de gobernanza desde los territorios con las comunidades para proteger los bosques, impulsar sistemas de producción y economías sostenibles; pero, sobre todo, es imperiosa la voluntad política de articular a las organizaciones no gubernamentales, al empresariado y a la sociedad civil para convertir el propósito de restaurar y salvaguardar nuestros bosques en una prioridad nacional.
Es un sueño, pero aquí vamos en sentido contrario.