Urge un nuevo estatuto de la educación
17 de noviembre de 2022
Por: Arleison Arcos Rivas
No sólo porque el currículo colombiano resulta inconexo e intrascendente para liar el conjunto de saberes y prácticas que alimentan el quehacer escolar, sino porque las mil y una adiciones y modificaciones a ley 115 de 1994 reflejan su lejanía de las necesidades e intereses de la actual generación, mucho más en el contexto de la viropolítica, descreída del futuro y desentendida de cualquier compromiso con los relatos sobre el porvenir, necesitamos un nuevo mapa que provoque conexiones significativas y aprendizajes en el contexto educativo.
Las generaciones que hoy habitan la escuela contemplan al mundo y al país impertérritas, convencidas de que las anteriores no fueron capaces de heredarles nada que pueda ser atesorado y, por lo contrario, les legaron un mundo que puede dejar de ser humano, habitable y acogedor. Desdeñosos y displicentes, cuestionan todo moldeamiento de la autoridad, de la obligación, del deber y de la necesidad volcada sobre la familia, la escuela y sus compromisos formativos, extendiendo a nuestra era la dictadura de la inmadurez de una sociedad en la que la vida adulta resulta errática y vacilante. Si la minoría de edad otrora era comprendida como adolescencia o periodo de precariedad y falta, hoy la madurez ha abandonado el puerto etario del desarrollo pleno y la prudente suficiencia.
Al calor de los días, las nuevas generaciones permanecen expectantes ante la terquedad con la que la guerra se enseñorea dictando el destino aciago de millones de seres humanos. La acumulación de dinero y bienes resulta cada vez más escandalosa. Las necesidades y limitaciones existenciales se acrecientan, y las nuevas crisis del capital extienden la estela de pobreza e indignidad entre los ocho mil millones que pueblan el orbe entero. La desproporción en el ingreso choca de frente contra las expectativas de mejora social y prosperidad personal. Los cartones universitarios parecen inútiles porque no aseguran empleo ni estabilidad, mientras se perpetúan las desigualdades laborales y se promueven emprendimientos cuyas estadísticas registran el descontento de quienes, pobreta ríos autoexplotados, difícilmente logran proveerse más que la subsistencia.
En el ámbito relacional, las redes sociales evidencian la incompletud y liviandad moral del tiempo presente, cargado de la reiteración de los prejuicios sexistas, las discriminaciones xenofóbicas y los racismos atávicos, convirtiendo al móvil en un instrumento de dominación y vigilancia mutua, como analiza Byung Chul Han, amplificando el fragmento y masificando la indignación sin discurso ni movimiento.
En medios viejos y nuevos, pululan los comentarios políticos sin peso ni juiciosa ponderación, animados por sujetos advenedizos a los que la multitud elevó a la estatura de nuevos predicadores, sacerdotes y profetas influenciadores, cuerpos publicitarios como los llama Ole Nymoen, consumidos con avidez y aplaudidos al brillo incesante de los aros de luz que oscurecen el sentido y la diferenciación.
En el ascenso de la tercera década del siglo XXI, cada pulgada de las pantallas acoge con mayor horror las mil maneras de matar, rematar y contramatar infantes, mujeres o enemigos en guerras diarias no declaradas, en acciones terroristas, bombardeos inmisericordes, conductores kamikaze, francotiradores juveniles, homofóbicos o xenófobos.
Mientras tanto la escuela de la pospandemia recita en sus aulas un mundo inexistente en el que las tablas, las reglas, las codificaciones, los procedimientos parecen únicos y apodícticos. Todavía se habla de ley en universal, de cultura en singular, de economía en particular, y hasta de hombre en monolítico genérico.
Cada circunstancia humana, cada institución y cada certeza hoy está en cuestión: el yo consciente, la familia integrada, la comunidad armoniosa, la nación unida, la pertenencia humana. Si en los noventa del siglo anterior el optimismo de Edgar Morín y Jacques Delors apuntalaba airosa los complejos pilares para la educación del futuro, hoy se requiere desentrañar el tiempo presente que se revela inconexo, desmadejado, estéril y hasta incomprensible o, por lo menos, faltó de coherencia alguna; plagado de urgencias.
Urge un nuevo marco de comprensión de la existencia humana y de las potencialidades del vivir juntos.
Urge recomponer la senda creativa de la humanidad.
Urge repoblar la inteligencia.
Urge aprender a ser y existir con otras y otros.
Urge imprimir dignidad al esfuerzo del trabajo y a la intencionalidad productiva, eliminando toda forma de oprobio, desproporción y desigualdad.
Urge la transformación dialógica de las fronteras del pensamiento y de las opiniones solventadas.
Urge desmontar las pedagogías de la ignorancia que se pavonean en redes y medios.
Urge olvidar lo aprendido y empezar a aprender lo no sabido, para que el futuro pueda resultar posible.
Urge, no cabe duda, un nuevo estatuto de la educación, que reconstruya el sentido transformador de esta impostergable tarea cultural y civilizatoria, en un mundo de cambios céleres, incertidumbres crecientes y certezas perdidas; antes que perdamos toda oportunidad sobre la faz de la tierra.