16 de septiembre de 2021
Por: Arleison Arcos Rivas
Los sucesos empiezan a acumularse en lo que va del siglo XXI, tan huérfano de ideas como de hitos memorables. Entre escándalos, guerras y pandemias, para muchos mortales los días se extienden con una pasmosa modorra, marcando el ritmo de la vida entre el despertar y el dormir, sin sorpresa alguna. Mientras tanto, los más padecen la descarada concentración de angustias, pesares y azares que dejan décadas de violencias encarnizadas contra cuerpos, culturas y pueblos eternamente parias, esclavizados, marginados y hambrientos.
Por estos días, los telediarios devuelven las imágenes de emblemáticos edificios en llamas y derribados por aviones secuestrados, y el tipeo efervescente de las redes sociales ocupa hasta el último carácter disponible para trasladarnos al momento en el que, titular fantasioso, “el mundo cambió”. Al mismo tiempo se olvida que, algunas décadas atrás, la nación que en 2001 se desencajaba con sorpresa por la explosiva caída de sus edificios, diseñó políticas e implementó tácticas terroristas para levantar dictaduras que demolieran la creciente movilización social en América del Sur.
Corría el año de 1973. Por vez primera y contra todas las fuerzas impulsadas por la tradición mañosa y vigilante de las urnas en este lado de las Américas, un Médico y Senador comunista ganaba las elecciones en una de las naciones más conservadoras de la región. Con su presidencia, 20 años después de la victoria popular cubana, las ideas socialistas empiezan a convertirse en leyes que buscan revertir la apropiación particularista de la riqueza nacional y acrecentar la inversión pública en el mejoramiento de las condiciones de vida de las mayorías, apostando por cambios de fondo en la estructura social, económica y política del país más austral. Pese a las “garantías democráticas” ofrecidas a las fuerzas opositoras de las reformas, junto a su incondicional aliado estadounidense emprenden una operación militar, decidida por Nixon y planeada por Kissinger en la Casa Blanca desde el momento mismo en que Allende asumió como gobernante.
Tras treinta y cuatro meses de persistente asedio, La CIA y los militares a los que pagó para derrocarlo, asestan un golpe mortal a la posibilidad de que los gobiernos socialistas y alternativos se extendieran en la región durante la década del 70. En las siguientes dos décadas bloquearán reformas y procesos políticos por la vía de las armas, con la muerte sistemática, asesinatos selectivos o perpetración de masacres contra partidos, líderes y movimientos progresistas, comunistas o de izquierda.
Cuando ya no fue posible reinstalar el indecoroso gobierno de los militares, la apuesta de las elites concentró su capacidad de dominio en el encumbramiento de persuasivas figuras de línea dura, sostenidas por la invención de un enemigo tan nefasto y demoníaco que pueda ser rechazado hasta por los más pobres y desarrapados. La excepción, curiosamente, la constituyó el gobierno de un militar golpista que luego fue electo en las urnas e instaló el “socialismo del siglo XXI” como la ruta de gobierno nacionalista para un país que había estado comprometido con la monoproductiva extracción petrolera al servicio de los Estados Unidos, fundamentalmente.
Con ese gobierno, se derrumbó la idea de que, a la izquierda, lo único que afecta a gamonales, terratenientes y testaferros de los poderosos, es un ataque al corazón. Luego vendrían nuevas victorias de figuras y movimientos hacia el socialismo, justicialistas y de orientación revolucionaria ciudadana, enfrentados a un férreo activismo trasnacional contra los gobiernos de izquierda, en un momento de la geopolítica en el que la Unión Soviética, el eje socialista y el movimiento de los no alineados cerraba el álbum de los recuerdos del siglo XX y se anunciaban primaveras, incluso en países tropicales.
Desde los noventa y hasta la segunda década del siglo en marcha, los partidos y fuerzas políticas tradicionales evidenciaron su agotamiento e incapacidad para conquistar multitudes crecientes. Sin embargo, han alcanzado niveles de experticia que les permiten sobrevivir atomizando el espectro político, o cabalgar sobre figuras emergentes fuertemente financiadas por los sectores financiero, industrial y comercial. En el caso colombiano, los tenedores de la tierra y la diversificación de sus negocios, han tenido especial incidencia en que aparezcan tales caudillos oportunistas por los que nunca fue necesario intentar siquiera un golpe de estado; pues ni el de Rojas Pinilla, ni el de la Junta Militar, fue tal.
La fórmula de la bota militar parece caída en desgracia; e incluso no logra cuajar la estrategia de instalar, de facto, a civiles que hagan el favor de posar de demócratas pues, pese a intentarlo, las urnas han sido conquistadas a contracorriente de tales pretensiones. La intentona vindicta pasa ahora por el control de los aparatos disciplinarios, sancionatorios, fiscalías y escenarios contenciosos, tal como se implementó en el caso brasilero, boliviano y argentino montando estratagemas con las que, de modos dispares, las instancias judiciales y magistraturas políticas han confeccionado dictaduras jurídico – parlamentarias que, al parecer, también producirán fracasos. El gobierno directo de los banqueros ha sido instalado en Ecuador, aunque cuenten con el precedente nefasto de un financista depuesto en el Perú.
En naciones como la colombiana, en las que la desproporción y la desigualdad se padecen desde la cuna hasta la tumba, siempre se ha alimentado la sospecha y la inquina mediática contra la postulación pública de posturas de denuncia que pretendan desestabilizar el orden inveterado y férreamente sostenido por las familias que han domeñado al Estado y contado con los generosos servicios del cuerpo militar y de policía para sostener a sus mandatarios. De ahí que las candidaturas de ascendencia popular suelan ser acalladas tildándolas de populistas, extremas, polarizadoras, imposibles o faltas de preparación; tal como nuevamente ocurre, incluso con candidatas a las que se les pide que esperen.
Así pues, asesinato o suicidio, los hechos del 11 de septiembre de 1973 nos informan que, aquella primera vez en las urnas, la historia fue nuestra y siguió siendo suyo el control dictatorial. Bien vale la pena advertirlo hoy cuando, pese a que las fuerzas conservadoras de esta sociedad sostienen el control del proceso electoral y de los aparatos de fiscalización; una victoria de quien llegue a ser la o el candidato del Pacto Histórico resulta incontenible.
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