La guerra de la intolerancia
La violencia homicida en las principales ciudades del país está desbordada. Desde enero hasta octubre de 2025 Bogotá, Medellín y Cali registraron más de 2.000 asesinatos. Este año ha superado en muertes violentas cualquier periodo de tiempo comparable con 2024. La situación es tan absolutamente preocupante, que, por ejemplo; en la capital del Valle de Cauca entre lunes y martes de esta semana se cometieron 8 homicidios.
Un factor alarmante en este panorama sangriento es que casi la tercera parte de los homicidios tiene su origen en la intolerancia. El relacionamiento social de los colombianos cada vez más está mediado por la incapacidad de solucionar las diferencias de manera pacífica. Un estudio publicado hace un mes por la Secretaría de Seguridad de Bogotá señala que 4 de cada 10 homicidios comienza en una discusión.
Hay varios indicadores que evidencian la gravedad del estado de la convivencia ciudadana en el país. Cualquiera de ellos que se analice muestra que sumadas las violencias en Colombia terminan siendo mayores las que tienen lugar en los hogares, en la cuadra, en los barrios; y en general, en la cotidianidad ciudadana que aquella derivada del conflicto armado. Aunque este dato pareciera inverosímil, todos los registros concluyen que buena parte de los colombianos se están matando en su diario vivir.
Buena parte de esos eventos de conflictividad están originados por el consumo excesivo de alcohol y tienen lugar en lugares de rumba. La ingesta de licor en Colombia viene incrementando notablemente, ya el 35% de la población entre 12 y 65 años es consumidor regular. En Bogotá las autoridades han planteado que la presencia de alcohol descontrolado potencia la intolerancia y es uno de los móviles en el 40% de los homicidios del país. Por esta razón; más de la mitad de las muertes violentas ocurren en vía pública y entre 6:00 p.m. y la medianoche.
Frente a esta debacle de la nación se hace necesario que la institucionalidad en pleno emprenda de manera articulada acciones de carácter preventivo y formativo que tengan la potencia de cambiar el paradigma de la violencia social. La cultura ciudadana debe enseñarse sistemáticamente a las nuevas generaciones y en la integralidad del sistema educativo. Las estadísticas enseñan que los actos violentos que desencadenan muertes son protagonizados cada vez en mayor proporción por jóvenes.
Finalmente; es necesario cambiar la función represiva y no disuasiva de la Policía Nacional y de los órganos de seguridad del Estado en los lugares públicos. Pareciera que los policiales fueron formados para constreñir o utilizar la violencia y no para hacer presencia en los territorios como actores que previenen la ocurrencia de delitos.

