21 de febrero de 2023
Por. John Jairo Blandón Mena
Desde hace varias décadas en Colombia, cada presidente presenta a consideración del Congreso su reforma estructural a la Justicia. Sin embargo, ninguna de ellas ha logrado que el ciudadano de a pie crea en la institucionalidad judicial, y que ésta efectivamente resuelva sus conflictos cotidianos. La dilación, la morosidad, la impunidad, la congestión, el excesivo formalismo y la selectividad en la aplicación de la ley siguen como condiciones incólumes desde los inicios de la vida republicana del país.
En materia penal, las reformas se han centrado en materializar el principal postulado de nuestra política criminal: la creación de nuevos tipos penales y el aumento de las penas a los ya existentes. Paralelamente, el establecimiento de privilegios procedimentales y carcelarios, que no operan como fórmula para el cumplimiento de los fines constitucionales de la privación de la libertad (prevención general, retribución justa, prevención especial, reinserción social y protección al condenado), sino como herramienta para que abogados valiéndose de la debilidad y la corrupción del sistema judicial saquen provecho indebido en favor de sus defendidos.
En ese panorama, la detención domiciliaria ha dejado de ser un beneficio excepcional para convertirse en una medida que ha aumentado la criminalidad en Colombia. La falta de control del Estado a los condenados y procesados que tienen el privilegio de a la casa por cárcel; así como su otorgamiento indiscriminado, ha propiciado un descredito social a las decisiones judiciales que la conceden.
A finales del año pasado, de las 170.196 personas privadas de la libertad que había en Colombia, 73.092 estaban en casa por cárcel. El dato inconcebible, es que solo el Gobierno tiene contratados 5.000 brazaletes electrónicos para monitorear a los que gozan de la detención domiciliaria. Lo anterior, sin mencionar que buena parte de esos dispositivos, tal como lo denunció el pasado noviembre uno de los sindicatos del Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (INPEC), tienen fallas y son obsoletos, lo que impide el correcto monitoreo y ubicación de los imputados o condenados bajo esta medida.
Es recordado el caso de la barranquillera Elizenis Muñoz Navarro, alias “La Diabla” condenada por hurto y otros delitos, quien con la medida de detención domiciliaria fue capturada en una discoteca, mientras había dejado su brazalete electrónico –como en tantas otras oportunidades- cerca de la nevera para que simulara el calor humano. Cada vez es mayor la incidencia de personas bajo detención domiciliaria involucradas en la criminalidad que azota a los ciudadanos. El caso de Neftalí Valencia Torrijos es icónico. A este huilense que se encontraba descontando una pena por homicidio, se le concede la casa por cárcel. Desde allí y con brazalete electrónico salió el pasado 13 de agosto hacia el barrio San Isidro, ubicado en Campoalegre (Huila) y asesinó a su excompañera sentimental e hirió gravemente a la pareja de ésta.
Hechos como estos se repiten diariamente. Un alto porcentaje de los capturados por la Policía Nacional cometiendo los delitos de alto impacto que más afectan a la ciudadanía son personas que deberían estar en sus casas cumpliendo estrictamente el régimen de la detención domiciliaria. Es momento de reconocer que hay fallas de fondo en nuestro país en la concepción del beneficio de la detención domiciliaria. Esta medida no puede ser entendida como una solución a la congestión carcelaria. Sino como un beneficio otorgable a quienes ya han demostrado condiciones para terminar su proceso de resocialización en sus domicilios bajo la estricta vigilancia del Estado. En lo que sí coincidimos las mayorías de esta nación, es que no puede haber casa por cárcel para los delitos más graves, que atentan y lesionan los bienes jurídicos más importantes de la sociedad.
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