4 de abril de 2024
Por: Arleison Arcos Rivas
Cuando se perturba el querer popular con la arrogancia decisional de quien, investido de autoridad, traiciona las urnas, desaparece la democracia o, por lo menos, se hace imposible.
No solo ocurre en el colapso de los golpes de estado o en las dinámicas fallidas de la cooptación de la potestad electoral ciudadana, destituyendo autoridades electas por vías administrativas.
Sucede igual cuando se desoyen las expectativas de grupos sociales que confían su potencialidad performativa al peso de la representación política. También cuando los decisores judiciales contrarían con sus fallos los anhelos de la multitud.
En Colombia, todas las formas de traición a las aspiraciones sociales de cambio han sido operadas, sin que alguna magistratura, institución o entidad pública preserve incólume el fundamento de la soberanía popular.
Por lo contrario, se acumulan las experiencias con las que se demuestra que, jugando en contra del beneplácito colectivo, la batería completa de estrategias para generar bloqueos decisionales han sido imaginadas y puestas en práctica en el país.
Contra la ciudadanía operan las mafias regionales que restan solvencia al proceso electoral trasteando votantes, constriñendo al votante o corrompiendo su capacidad decisional, con plena conciencia y participación de quienes se abrogan el derecho de capturar la representación con dinero, influencia, hostigamiento o violencia.
Contra la potencialidad transformadora del elector se levantan las familias clientelares, los oligopolios y los grupos armados al servicio de patrones que editan las listas de candidatos a su amaño, provocando deserciones mediante amenazas, cerrando o abriendo listas de partidos y movimientos según convenga: o, sin límite alguno, eliminando físicamente al contendor.
Contra la capacidad censitaria de la ciudadanía opera un sistema de nóminas accionado con las maquinarias políticas que apiñan y enrolan votantes bajo tácitos o explícitos acuerdos de contribución forzosa, bien sea con rigurosos registros de votantes, asignando cargos gubernamentales, participación en contratos estatales, o moviendo crecientes cantidades de dinero en efectivo, deformando el proceso sufragista.
Como si semejantes afrentas no bastaran para desdibujar el horizonte de la democracia, vemos como organismos disciplinarios cancelan la voluntad de las mayorías expresada en las urnas, abrogándose competencias abusivas; mientras otras dependencias, de conformación política, anulan elecciones, inhabilitan a funcionarios electos y retiran personerías jurídicas; motivando sus decisiones con argumentos aviesos y acomodaticios, que muchas veces sirven para disculpar a los aliados y castigar a los contradictores.
El interés mayor soberano queda injuriado cuando quienes le representan, en Concejos, Asambleas y Congreso, imponen el querer de facciones, grupos o sectores interesados en que las decisiones políticas favorezcan sus intereses económicos, al margen de las consideraciones beneficiosas para la ciudadanía.
De la peor manera posible, el representante que decide no hacerse presente, se margina de manifestarse con argumentos, se ausenta de la consideración de los asuntos que resultan de interés para quienes estamparon su confianza al votarle, u opta por marginarse de la comisión decisional que le asiste, reniega de su condición delegataria, evidentemente.
En todos estos casos, la aspiración ciudadana a participar de una sociedad ordenada y no fallida se malogra, pues lo que se impone es la tercerización de intereses particulares o gremiales, superpuestos a la voluntad popular. Bien sea por la gestión venal de compromisarios con personas o sectores empresariales o rentistas, por la extralimitación funcional de quien decide suplantarle, por el saqueo y expoliación monetaria, o por la arrogancia de las armas que sustentan el accionar corruptor, delincuencial y violento de mercenarios corporativos.
Tamaños ultrajes, hacen patente que, en esta década del desaliñado siglo XXI, la democracia todavía tiene mucho que demostrar, hasta convertirse en una forma de gobierno que impacte la vida cotidiana e institucional. Ya no es suficiente contenerla en códigos normativos y procedimientos reglados. Hacerla sustantiva y ponerla en ejercicio es imperiosamente urgente.
Si las sociedades pueden ser aprehendidas por constituir procesos organizados en procura de realizar fines colectivos concernientes a las distintas esferas de la vida, no basta con activar el piloto automático del mecanismo político que las rige. Más allá de las clásicas recurrencias a su legalidad y legitimidad, la democracia debe evidenciar que puede funcionar, no entre abstracciones, sino en la vida concreta de las y los ciudadanos.
Concretar expectativas democráticas no se reduce a jugar a la certificación de garantías procesales. El aseguramiento de la vida, la garantía de salud y bienestar, el mejoramiento de las condiciones económicas personales y colectivas, el disfrute de bienes sociales que reduzcan brechas de desigualdad, la confianza en la cesión de las potestades de actuación política directa, y los demás fines sociales y colectivos, no puede hacerse mientras la intimidad entre decisores de oficio y señores de la economía concentra a su favor los placeres del poder.
Quienes no duermen bajo tales sábanas, seriamente afectados por el desdibujamiento de los propósitos del Estado Social y Democrático de Derecho, tiritan mientras resisten las heladas corrientes de la condición económica y social pauperizada y deficitaria; por las que no sólo acopian vulnerabilidades, sino también acrecientan sus malquerencias y animadversiones contra quienes avivan su condición miserable.
Para estas y estos, el derrotero de la emancipación humana, sin romanticismo estéril ni obcecación ciega, reclama que la democracia rete las convenciones del usufructo particularista, alcanzando mayores niveles de vinculación beneficiosa y escalamiento colectivo hacia lo común. Esto es lo que se expresa cuando se reclama una mejor sociedad.
El acento de la opinión pública hoy no estriba, y antes tampoco, sobre las definiciones de la democracia, su redefinición cosmética o su renovación elucubradora. Justamente por ello han retrocedido las teorías que afirmaban la inmediatez del acontecimiento y la consolidación de una historia sin sujeto ni fin, ante la palmaria evidencia de que tales posturas comportan un carácter instrumental, determinista o, en el mejor de los casos, retardatario de la acción movilizatoria y transformadora.
Como advertencia, ante la parsimonia reformista de la política convertida en un mero espectáculo al que resultan ajenos los problemas del poder real y la dinámica emancipatoria, crece el clamor del sujeto constituyente. Las oleadas coléricas y desvertebradoras escenificadas en lo que va del siglo XXI, confirman que dedicarse a especular qué quiere la gente, o desconsiderar sus expectativas de cambio económico y transformación social sustancial, hace imposible la democracia, alentando voces radicalizadas y violentas; las mismas que siempre han recelado de que se manifieste algún poder en las urnas.
En una época de precaria imaginación política, si la representación no asegura que la toma de decisiones conjugue el bienestar para un nosotros ampliamente inclusivo, se acrecienta la pesadumbre con una forma mecánica de la democracia, cuyo equipamiento institucional se muestra deslucido, pequeño, estéril, incluso inconveniente y hasta innecesario.
Si es que la democracia no logra desbloquear las trampas del malestar; tal como lo expresa la legión de individuos sufrientes que se levantan en autoconvocatorias y airadas protestas sostenidas por todo el orbe contra una versión infecunda del gobierno común, podría caerse, víctima de su propia imposibilidad, alimentando miedos incandescentes.
ADENDA: La caída de una u otra reforma, por bloqueo parlamentario al ejecutivo, es un llamado a que la izquierda gobernante reajuste sus métodos de presión y eleve su capacidad decisional frente a los poderes reales en las sociedades estamentales que tenemos.
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