¿Para qué pagamos impuestos?

By Last Updated: 19/11/2024

29 de julio de 2021

 

Por: Arleison Arcos Rivas

 

Revisando mis notas de una Especialización en Desarrollo Económico Local, me he preguntado por el sentido que tiene el pago de impuestos, más allá de constituir una obligación de las y los ciudadanos al instaurar el Estado. Situados en Colombia, resulta cada vez más decepcionante vincular los aportes que hacemos como ciudadanos al funcionamiento estatal y a la garantía de servicios para la realización de derechos, siendo que los incumplimientos en las tareas asignadas a tal ente resultan deplorables.

La existencia de tasas impositivas es mucho más antigua que las ideas de prestación social, garantía de derechos y administración de justicia con las que hoy se justifica la tributación. Si quisiéramos entender su origen, podríamos empezar por borrar toda obligación política antes de su establecimiento. Ni la sujeción a un gobierno, ni la pertenencia a un territorio, ni la filiación connacional tendrían entonces lugar en dicha posición originaria en la que ningún individuo estaría obligado frente a otro y por razón alguna; muy similar a lo que Hobbes denominó “estado de naturaleza”. Así pues, en el estado de naturaleza, por tanto, no hay obligaciones; ni siquiera la de tributar y toda contribución que pudiera hacerse no estaría necesariamente sujeta a algún tipo de intercambio beneficioso para las partes. Bastaría que beneficie a una de estas.

Sin embargo, dado que en dicho contexto “ni siquiera la vida está asegurada”, sería necesario prevalerse de condiciones y proveerse herramientas que favorezcan la preservación de la propia existencia y los consanguíneos, primera forma societal que hace nacer la idea de obligación. Engels acierta al afirmar que la salida de la condición de barbarie requiere “reemplazar la indefensión del individuo por la fuerza unida y la cooperación del rebaño”; brote sobre el que germinarán las formas asociativas preestatales y estatales y los compromisos que nacen con el mismo.

Así, bajo preceptos liberales, la complejidad en la prestación de servicios sociales ha implicado la asignación de responsabilidades conexas al aseguramiento humano, a la protección de la vida y a la prosperidad social, concentrando a la entidad política territorial no sólo el monopolio de las armas y los privilegios de la judicatura sino el establecimiento de la fiscalidad con la que se asegura la operación de la función pública, el salario del funcionariado y la perdurabilidad de las políticas. Al decir de Oliver Wendell, “los impuestos son el precio de la civilización”, creciente y sostenido incluso bajo el padecimiento de la corrupción.

Entre ires y venires, en la política tributaria ha hecho carrera la idea de que los asuntos públicos se administran bajo el principio de escasez, toda vez que los recursos parecen pocos enfrentados a las necesidades crecientes de las personas. Sin embargo, contra tal agüero, también suele evidenciarse, en las diferentes reformas tributarias presentadas, que el gobernante demanda muchos más recursos de los que realmente requiere, probando con ello que los impuestos se nutren con la riqueza y abundancia de las naciones y no con su precariedad.

Debería ser la riqueza sustantiva consolidada por las y los diferentes actores sociales productivos la que se mida en términos de crecimiento y se traslade a la carga impositiva. Sin embargo, cada vez más son los salarios los que sostienen tal obligación, de manera directa e indirecta; mientras las ganancias y acumulados de capital encuentran formas de exoneración, excepción y evasión que resultan ofensivas y favorablemente desproporcionadas; generando notorias protestas como las escenificadas en el país en el reciente paro nacional ante una reforma tributaria abiertamente desmedida.

De ahí que la obligación tributaria se haya convertido en la expresión de tensiones entre diferentes sujetos, grupos, colectivos y colectividades articuladoras de tendencias y posturas respecto de la disposición del gasto público y la inversión en manos del Estado, afectando con ello el contenido impositivo, los criterios, cuantías y períodos de grabación, las atribuciones institucionales asociadas a la libertad de transar, comerciar y mercadear y, en fin las dinámicas económicas en las que la política fiscal tiene incidencia.

Si bien la Constitución colombiana establece la justa obligación de tributar bajo principios de equidad, eficiencia y progresividad, en el país se ha venido acumulando el desencanto por la inacción, acción con daño y desatención del Estado en el cumplimiento de sus funciones respecto a pueblos históricamente sometidos a condiciones de desigualdad, públicos dejados al margen o sectores empobrecidos o precariamente incorporados al disfrute de los beneficios sociales.

La frecuente desatención a los servicios de educación, seguridad, cobertura vital en salud y saneamiento básico, vivienda, pensión y, en general, en la garantía de derechos, desestimula que un amplio sector de la ciudadanía considere siquiera la bondad de hacer sus aportes. A ello se suma la actitud pertinaz de quienes llevan sus dineros a paraísos fiscales, sostienen dobles contabilidades, disimulan sus cuentas o, simplemente, se escudan en argucias legislativas para evitar el pago de impuestos.

No sólo porque no se ha establecido una medida justa en la distribución de la tributación, cuyo desbalance presiona contra la población asalariada mientras alivia a los más acaudalados, la tributación suele ser percibida de manera gravosa, cuya parcialidad resulta ofensiva ante los descomunales niveles de corrupción, evasión y tipificaciones de exención y exclusión que afectan el recaudo.

Como aleccionaba Keynes, los impuestos pueden alcanzar niveles que perviertan su objetivo. Ello resulta mucho más malévolo cuando nos encontramos en tiempos recesivos y desacelerados en los que una concepción neoliberal del desarrollo ha favorecido la desregulación y el fortalecimiento corporativo de las minorías plutocráticas, en detrimento del empleo digno, el salario justo y la garantía de derechos para las mayorías del pobretariado.

 

Es hora de que Colombia asuma el reto de rediseñar su sistema tributario de manera que se agoten las desproporciones manifiestas en más de 85 reformas emprendidas a lo largo de su historia republicana. Es hora de que la proporcionalidad deje de ser un simple principio enunciativo y se convierta en el fundamento de la actuación justa en manos de la gubernamentalidad; si es que es para ello que pagamos impuestos.

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