La confección del enemigo político
20 de marzo de 2024
Por: Arleison Arcos Rivas
Pensar como el enemigo es traición a los principios. Pensar en el enemigo es jugar considerando sus alternativas. Pero pensar al enemigo, es considerar su mismidad, sus motivaciones e intereses, para diseñar, en consecuencia, un escenario de acción que conduzca a su derrota, si no es consistente; o a la mutualidad de la pactación, si resulta fuerte. En la contradicción política, en la que no hay enemigos sino opositores, también valen tales consideraciones, que ponen de presente la posibilidad de considerar al Estado como un teatro de operaciones instrumentalizables, sofisticadas en términos de acciones de poder, y socialmente muy costosas.
Ya resulta rutinaria la fórmula hobessiana que nos alecciona respecto de las consecuencias “que se derivan de los tiempos de guerra en los que cada hombre es enemigo de cada hombre […] sin otra seguridad que no sea la que les procura su propia fuerza y su habilidad para conseguirla”. También es más que conocida la fronterización ideada por Schmitt entre amigo y enemigo, que llega hasta concebir su carácter absoluto.
Más allá de tales posturas teóricas clásicas, el tiempo presente reclama una concepción menos rígida de tales arquetipos, dibujando relaciones móviles entre estos; a veces contrapuestas, en otras correlativas, e incluso asociativas.
La política de hoy, más que de intrépidos aventureros y proscritos forajidos armados hasta los dientes y echados a su suerte, se nutre de coaliados que, sin purismos, puedan encontrarse en el ámbito de la declaración de principios y en el escenario de la pactación y negociación, a veces programática, y en ocasiones pragmática. En ese camino, tal vez la comprensión agónica de Chantal Mouffé pueda resultar más útil que las posturas confrontacionales de los enemigos, declarados antagonistas.
Si bien la contradicción política subsiste, hoy resulta claro que los movimientos alternativos no cuentan con suficientes acumulados de poder que les permitan abalanzarse en luchas finales o procesos revolucionarios de liberación, por lo que deben encontrar estrategias que les permitan trazar líneas y entrecruces que les permitan tramitar diferentes posturas políticas, capaces de concertarse y actuar de consuno, pese a la persistencia de sus marcadas diferencias.
Aunque no se trata de construir un escenario de deliberación absoluta en el que todo vale, permaneciendo en la arena movediza de las opiniones y la eterna retórica irresolutiva, la política sin purismos, elimina también la arrogancia de las posturas maximalistas y sus declaraciones respecto de líneas rojas y posturas irrenunciables.
Por ello, las posturas que miran a los opositores como contendientes en una confrontación por la dominación, resultan extrañas al juego democrático, que precisa el reconocimiento del otro, la apertura argumentativa y la afinación decisional vencedora sobre los respectivos intereses particulares.
El país ha debido padecer por largo tiempo las implicaciones de no haber transitado hacia una sociedad civilista, capaz de alzarse sobre la guerra, llevando la contienda al peso de los argumentos. La consecuencia ha sido la perpetuación del conflicto, el apertrechamiento de ejércitos y la perpetuación de la debilidad estatal, alimentando afrentas que despiertan el afán de venganza o de eliminación del oponente a toda costa, manteniéndonos a todos en un estado de anticipación permanente contra la mala voluntad de los semejantes, conscientes de la enorme capacidad de determinados grupos de interés para operar contra las instituciones o, en paralelo con ellas armarse y constituirse en impunes heraldos de la muerte.
Inusitado, un proyecto de izquierda victorioso en las urnas dirige hoy el aparato estatal colombiano, desplegando estrategias de cambio y propuestas de reforma que buscan transformar el diseño institucional para retornarle vigor a la deslucida constitución del 91 y afinar las tareas garantistas de la burocracia gubernamental. Aunque esperanzadora, tal invicta ha resultado sistemáticamente bloqueada por las elites y sus cófrades mediáticos, sus emisarios en el congreso y sus deudos en las diferentes entidades y dependencias oficiales.
Bajo la lógica del enemigo absoluto y de la imposición del más fuerte, se ha preferido insistir en la desinstitucionalización y en la apropiación corporativa y exclusivista de la cosa pública, acumulando la riqueza socialmente producida, mientras sobre quienes la producen, se concentra el malestar, la indignidad y la pavura, de manera desproporcionada.
De ahí que debamos prestar más atención a la recomendación del analista León Valencia, quien insiste en que el país “necesita que las élites tradicionales se acostumbren a la alternación política, que no se irriten tanto porque gana la izquierda, que aceptan una transición tranquila hacia una mayor democracia y hacia un país más equitativo”.
Un país con facciones capaces de reconocerse en el disenso, conteniendo los acentos de la hostilidad y eliminando los factores de oprobio y deshumanización sobre los que crece la dominación absoluta, debe aprender a deshacer enemistades y descomponer las negatividades cargadas contra las figuras alternativas que deciden someterse al juego reglado de la democracia. De lo contrario, ¿qué sentido tiene apostar al desmonte de guerrillas y facinerosos armados, si el propósito es tan solo someterlos, sin abrirse a la consideración de las alternativas en la ingeniería social que pueda resultar posible con su participación y acogida?